viernes, 27 de octubre de 2017

MENCION DE HONOR -CUENTO-RELATO - CASTELLANO -EXTERIOR

1°MENCION DE HONOR

LA NOCHE MADURA -SALVADOR ROBELS MIRAS -ESPAÑA

LA NOCHE MADURA 

            Era el episodio de su juventud que más y mejor recuerda, quizá porque marcó un antes y un después en su vida: el día de su decimosexto aniversario. Incluso, hace unos meses, en su faceta de escritor, plasmó las vivencias de ese inolvidable recuerdo en un cuento en el que él desempeñaba el papel de protagonista. La realidad inspirando la ficción, la ficción alumbrando la realidad. Para siempre.

LA NOCHE MADURA      
                                             

            María José Fuentes, con el cabello prematuramente encanecido y el rostro surcado por  profundas arrugas, a sus cuarenta años,  yacía en la cama aquejada de un cáncer de páncreas mortal de necesidad. La mujer, sin padres, viuda, con su única hermana emigrada a un país extranjero, sólo tenía a su unigénito: Lorenzo. 
Lorenzo Pacheco Fuentes, por su parte, además del cariño infinito de su progenitora moribunda, no tenía a nadie, sólo a él.  Ese era el panorama familiar que se le presentaba a Lorenzo el primer día de las vacaciones de verano, pocas horas antes de cumplir los dieciséis años.   
            -Me voy a dormir, mamá. Buenas noches.
            -Espera un momento, hijo.
            El muchacho se aproximó a la cabecera de la cama.
            -Dime, mamá.
            -Este verano, como habrás adivinado, tampoco iremos al pueblo… Apenas puedo levantarme de la cama. La evolución de la enfermedad va mucho más deprisa de lo que incluso los médicos más agoreros habían previsto. Pero no te preocupes, Lorenzo, he arreglado todo con mi hermana Ángela, la que vive en Alemania. Cuando yo… En fin, hijo, ella se ha ofrecido a… a… -la emoción truncó el discurso de la mujer.
-Tranquila, mamá. Además, me viene muy bien quedarme en la ciudad este verano. Tengo muchas cosas que hacer.
            María José ladeó el cuello y ahogó un sollozo contra la almohada.
             Con la puerta de su habitación entreabierta por si acaso su madre lo llamaba, Lorenzo, antes de meterse en la cama, guardó en una caja de cartón todos los tebeos que poseía, y los libros de Roald Dahl, Michael Ende y Tolkien, sus tres autores preferidos, y las colecciones de cromos de Fauna Salvaje y Banderas del Mundo, que le legó su padre, y del Campeonato Mundial de fútbol, y las seis películas de animación y la trilogía de Regreso al futuro, y los muñecos de Superman, Batman y el Hobbit, y el bote de canicas de colores. Luego, ató la caja con una cuerda y la depositó en el fondo del ropero.
            Lorenzo apenas durmió, casi seguro que no soñó. Esa noche, la noche que precedió a su decimosexto cumpleaños, puso el reloj de su vida en hora. Llevaba dos años de retraso.
            Por la mañana, muy temprano, emergió de la habitación enfundado en un traje de su padre difunto. Ya era mayor de edad.
            María José, con el rostro incluso más demacrado que la víspera, estaba con los ojos abiertos de par en par, como la encontraba su hijo cada mañana,  por mucho que éste madrugase. El dolor convertía los minutos de sueño de la mujer en una empresa de titanes.
            -Feliz cumpleaños, Lorenzo. Qué guapo estás. Abrázame, corazón. Más o menos, a estas horas, hace dieciséis años, viniste al mundo. Cuando te tuve contra mi pecho, sentí algo inefable, algo... algo… Fue el día más feliz de mi vida. 
            El muchacho se sentó en la cama, y se dejó acariciar por las manos trémulas de su progenitora.
            Ésta, tras sembrar el rostro de su hijo de ardorosos besos, trató de incorporarse.
            -¿Qué haces, mamá?
            -Pretendía darte tu regalo, pero creo que las fuerzas me han abandonado definitivamente. ¿Te importaría coger el bulto que hay debajo de la cama?
            Lorenzo se agachó y extrajo un paquete envuelto en un papel azul celeste adornado con motivos deportivos.
            -Es tu regalo de cumpleaños, hijo mío.        
El muchacho rasgó el papel que cubría una caja rectangular. Dentro se encontró con el uniforme oficial del equipo de fútbol de la ciudad.
            -Muchas gracias, mamá –Lorenzo se inclinó hacia delante y depositó un largo beso en la frente de María José. 
            -Le pedí hace unos días a nuestra vecina, Engracia, que te comprara la camiseta. Ella, tan servicial como siempre, accedió encantada, y no sólo eso, también puso el dinero que faltaba para completar el equipaje. Dale las gracias cuando puedas. Qué sería de nosotros sin una mujer como ella al otro lado de nuestra puerta… Si el regalo te disgusta, yo soy la responsable del desaguisado.  Engracia se limitó a completar generosamente mi encargo.
            -¿Cómo va a disgustarme, mamá? Es justo lo que quería.
-Pero, ¿qué llevas puesto, Lorenzo? Pareces todo un hombre.
            -Lo soy, mamá, he de serlo.
            -Por supuesto que sí. Tienes ya dieciséis años.
            -Hasta luego. Es probable que no vuelva hasta bien entrada la tarde. He cogido unas monedas de la hucha para comprarme un bocadillo y un zumo.
            -¿A dónde vas?
            -En busca del porvenir, el nuestro, mamá.
            -Ten cuidado, hijo mío.


            Lo tuve, madre. Jamás he olvidado el día en el que prematuramente me hice hombre, el día de… “La noche madura”.

2°MENCION DE HONOR

A LAS 6 DE LA MAÑANA -AINHOA BACENA ESCARTI-ESPAÑA


Cuando a Javier le despertó Sara a las 6 de la mañana nunca pensó que sería para indicarle que el metro abriría en breve. Cuando Sara se despertó y vio la angelical sonrisa de Javier clavada en su cara, supo que en cuanto se acercara la hora de apertura del metro le despertaría.

La noche anterior habían dejado plasmado en hechos todo, lo que en los últimos meses, habían estado negociando sin palabras. En el momento en que finalmente Sara no rechazó el beso de Javier, sintió su dulzura, pensó que eran buenos labios. Cuando pudo observar las imperfecciones perfectas de la anatomía de Javier, supo que aquella noche iba a experimentar lo que hacía años que no le apetecía. Al terminar con la falta de respiración patente en su garganta y echada sobre su pecho pensó, que era un buen hogar donde quedarse. Le besó, se durmió sabiendo que le perdonaría lo que hacía años había roto en el sinsentido de la lejanía.

Hace cuatro años cuando Javier escribió a una joven a cientos de kilómetros, nunca pensó que caería fulminado por los extravagantes encantos de ella. Era demasiado racional para dejarse llevar en las imposibilidades de ella y en los kilómetros que no llegaban a acortarse. Tras meses; quizá algún año de tiras y aflojas, tonteos, cierta ternura que siempre se agrandaba; el dejó de mirarla con ojos racionales al saber que la distancia se acortaba. Sara nunca comprendió que el tiempo y la distancia eran hechos que no dejaban ver con claridad a la racionalidad de Javier.

Hacía tiempo había estado enamorada de él. Muchas veces entre suspiros había pronunciado el nombre de Javier. Con todo el miedo de volver a querer tras años emborrachada de alguien que ya no importaba, se presentó Javier. En poder de él, todas las posibilidades de alguien libre en la gran ciudad. Obnubilada e inconsciente de los kilómetros y de sus imposibilidades, no fue capaz de entender como sabiendo que él se derretía por su persona acabó cediendo con otras. No quiso perdonárselo.

Tras meses e igual algún año, al fin en la misma ciudad y con las imposibilidades fuera del terreno de juego, Javier empezó a insistir. Sara era cabezota, testaruda, bloque de piedra en pecho cabeza, y no quería ceder. Javier derrochó todas sus armas, persuadiendo poco a poco el oído. Fue así, y no de otra manera, como Sara accedió a verle. Javier entendiendo por fin que llevaba años  enamorado de ella, intentó introducirla en su vida. Llenó todas las carencias que pensaba que podía tener.

Pieza a pieza fue reconstruyendo el puzle que era Sara. Pero aquel día cuando se despertó a las seis de la mañana sintió que aquellas piezas estaban desubicadas y desordenadas. Sintió, que no entendía nada. Horas que mutaron a días, que acabaron por ser una semana donde las llamadas de Javier se contaron por cientos. Ella no decía nada, no hacía nada. Sara estaba enfadada por aquel corazón roto del pasado. La venganza, esa sensación que me apretaba el orgullo hasta ahogarlo, le corría por las venas. Como todas las personas con mal genio, dejó su bravía domada. Justamente logró apaciguarse  en el momento en que la distancia entró en juego. Ésta vez por decisión de Javier los kilómetros volvieron a barrera. Dispuso no existir en la misma ciudad ni en el mismo país, ni siquiera en el mismo continente donde respirara ella.

3°MENCION DE HONOR
LA OBRA MAESTRA-WALTER ACOSTA - AUSTRALIA
 La  Galería  desbordaba de gente.  Pablo Santos iba de aquí para allá saludando y dando la bienvenida a los invitados.  Hacía tres años que venía  preparando esta exhibición y había puesto en ella todo su empeño y sus esperanzas, y  lo que realmente le preocupaba era el  veredicto de los críticos de la Prensa.  Para su pesar, este no tardó en llegar.  La crítica era unánime y cruda  en su juicio. No dejaban  de reconocer  que  Pablo Santos  tenía talento,  pero sus trabajos estaban fuera de época.  En realidad, tuvo que admitir que algo de verdad había en esas opiniones, porque apenas si  llegó  a vender unas pocas  pinturas.   Recordó con amargura los años en  que había sido  muy  solicitado por sus  finos retratos, pero ya  había perdido la cuenta de cuánto tiempo hacía que no recibía ningún encargo.  Alguna  una vez, alguien le había aconsejado la idea de cambiar su estilo, modernizarse y ponerse a tono con las nuevas corrientes,  pero  siempre  se  había resistido  a hacerlo por considerarlo una traición al Arte en sí mismo.  Para él no existía más arte que el clásico.   El resultado final de la exhibición y las críticas recibidas lo sumieron en una profunda depresión.   Todavía le costaba creer que todo su esfuerzo hubiera sido menospreciado por un grupo de imbéciles  que se tildaban de peritos. La vista de sus cuadros en el estudio acentuó su amargura, y le sobrevino un ataque de ira. En un arrebato tomó  un  tarro de pintura  y  lo  arrojó  con  furia  contra  una de  las   telas. Abandonó el taller,  cerró  la puerta  con  llave  y ya no quiso saber más nada de tomar pinceles.  Empezó a escribir trabajos literarios por la cuenta, lo que apenas si le daba para ir sobreviviendo.  Así pasaron más de dos años,  hasta  que  un día recibió un llamado de larga distancia.  Era un señor holandés de apellido Van Santen, que había tenido la oportunidad de ver algunos de sus retratos, y  le confesó que lo que admiraba en ellos era  su estilo “rembrandesco”.  Se preguntaba si el señor Santos estaría dispuesto a pintarle un retrato de su persona.  Pablo no vaciló ni un instante en decirle que por supuesto estaría encantado de hacerlo.  Dos semanas después  el  señor  Van  Santen   se hacía presente  en  el estudio.  Luego de sentar las condiciones de rigor, fijaron fecha y hora para comenzar las secciones.  Terminado los detalles del  protocolo, el señor  Van  Santen   se levantó de su silla y  su mirada curiosa  recorrió cada rincón del taller hasta que se detuvo ante un caballete donde reposaba una pintura cubierta con un paño.
___¿Que tiene ahí?  __preguntó intrigado.
___Es  uno de  los fracasos de mi última exhibición.  __Confesó Pablo.
___Me gustaría darle una mirada.
2
___No creo que le interese mucho,__ observó el artista. __  pero en fin.
 Diciendo esto, procedió a descubrir la pintura.
___Y ahí ¿que pasó? __    Exclamó  extrañado el holandés, teniendo ante su vista un 
paisaje de verde con un tremendo manchón rojo en una esquina. 
___Solamente __contestó avergonzado el  pintor __que en un acceso de rabia le arrojé un tarro de pintura y lo arruiné.
___No, mi amigo, que está diciendo. Usted no lo arruinó.  Usted creó una “obra maestra”.  Dijo el otro con admiración.
___Vamos, señor Van Santen, no se burle.
___Le doy mi palabra de que estoy hablando muy en serio.  Es un trabajo extraordinario.
Pablo lo miró desconcertado. No podía creer lo que estaba oyendo.  ¿Ese mamarracho una obra maestra?  
___Me gustaría comprárselo. ¿Cuánto pide?  
___No sé, me ha tomado de sorpresa.
___Está bien, piénselo tranquilo, y cuando vuelva podemos cerrar trato.
El día señalado para comenzar el retrato,   el señor Van Santen  compareció  a la hora convenida, pero antes de disponerse a posar  le preguntó a Pablo.
___Y bien señor Santos. ¿Ha pensado en mi oferta?
___Bueno, aventuró Pablo con timidez.  ¿Le parece que $6.000 dólares estará bien?
___Señor Santos, por favor, yo no le he pedido que me lo regale.  Ese cuadro vale 
diez veces más. Le ofrezco $20.000. ¿Está conforme?
Por supuesto que lo estaba, y  además  muy orgulloso de haber creado una  Obra 
Maestra.              

4°MENCION DE HONOR
EL RON TU VENENO PREDILECTO- FRANCISCO ENRIQUEZ MUÑOZ -MEXICO

TRIQUITRACATRAC, hace aquella maquinita maravillosa: signos para varios idiomas, letra normal y cursiva, tipo especial para TITULARES, persiana correctora, centrado automático, tabulador decimal y un etcétera estimulante y nutrido. Ah, pero lo más espectacular es, sin duda, la Memoria. Esto de escribir un texto y, mediante la previa y sucesiva presión de dos suaves teclas, poder incorporarlo a la memoria electrónica, es algo casi milagroso. Escribir para ser, para eludir la muerte. Recordar es como vivir, dejar que las letras ondulen en la superficie de la pantalla en otro acto de frenesí, no por menos lejano más personal e íntimo. Meditar las frases, acomodarlas y embellecerlas. Lamer la vulva del sustantivo, apretujar las tetas del verbo, frotar el clítoris del adjetivo hasta oírle mascullar: «Sí, sí, así... Sigue, sigue...». Montar al adverbio y acariciarle las nalgas al artículo y besar el cuello del pronombre y continuar haciéndole el amor a cada oración, volteándola, ensanchándola, vejándola. Herir la superficie de la pantalla y ver cómo brota la sangre del encuentro, la sangre del dolor. TRIQUITRACATRAC.
Tú, Clark Kent, en efecto, el viejo periodista, vives otra vez dentro de ti todas las imágenes que ya rememoras borrosamente y no sabes si pensar que son fieles a como pasaron, o si se trata de una invención total de tu mente que te traiciona o, mejor dicho, de los años que te habías habituado a poder lo que nadie más puede. Por eso has titubeado en contar esta autobiografía desde el mismo segundo en que tomaste la decisión de hacerlo: si en primera persona, como es lo habitual, o en tercera persona para tener el chance de alejarte de ella, o así como lo estás haciendo, en segunda persona del singular. Sin embargo, de cualquier forma, reconoces que has caído inevitablemente en la autocompasión, en la justificación, en algún tipo de análisis profundo al que siempre te habías negado en redondo. Además, llegaste al final y ni siquiera comprendes si en realidad éste es el final.
Presionas las teclas consabidas y de inmediato se inicia otro milagro. El papel comienza a poblarse de elegantes caracteres. El carro de la impresora va y viene, sin tomarse una tregua, y así extraes esta hoja. Luego la empalmas en el reverso del ciento de cuartillas que hay sobre el escritorio. Al llevarte un cigarrillo a la boca, la mano presta a colocarlo maquinalmente, al ir a quedar entre los labios, los pulmones previamente listos a absorber el humo, lees todo esto que has escrito difícilmente, entre dudas y victorias, tachando, enmendando, agregando; todo este disparate naciendo por magia de tu creación o de tus reminiscencias; toda esta historia, desarrollada en noches de insomnio, germinando poco a poco como maravillosa semilla. En el momento que terminas el análisis, suspiras. Cada uno de los cambios de opinión representa un acontecimiento tremendo. Ya sea la exaltación de la idea genial, el autor brillante que recibe entusiasmado a Honey Bunny, apuntes en mano, «déjame que te lea esto, es lo mejor que he escrito en mi vida», ya sea el naufragio en la más profunda depresión, «Dios mío, así nunca voy a llegar a ningún sitio, soy incapaz de hacer nada, llevo ya dos años con esta maldita autobiografía y no me sirve ni una línea, ni una miserable palabra, ni una idea, de todas cuantas he parido». Y la consecuencia son espantosos intentos de suicidio. El día de las pastillas, el día que te aproximaste al balcón en la silla de ruedas y forcejeabas con la barandilla en un intento patético de morir. Se mudaron a una casa baja. Entonces lo intentaste con la navaja de afeitar, cortándote las venas, cuatro rasguños ridículos y sangre hasta los codos.
De pronto, Honey Bunny vuelve a casa arrastrando consigo un interminable rosario de afrentas y golpes bajos. La esperas en el dormitorio, donde cada resquicio de luz se encuentra cubierto de penumbra, encorvado sobre el tocador como si llevaras un caparazón sobre la espalda, eliminando con un lápiz varios párrafos que consideras son inservibles en esta hoja. Y el detalle preocupa a Honey Bunny porque sólo te refugias en la revisión exhaustiva cuando no puedes soportar la soledad. No hay problema cuando te emborrachas. En el momento que te hinchas de ron (oscuridad líquida que deforma la imagen de los libros, adormila la realidad y suelta de su encierro a la fantasía) es porque has elegido el camino que te conduce a ti mismo, con el ron, tu veneno predilecto, te buscas y te encuentras o no te encuentras, te enamoras de ti mismo o te detestas, discutes o dialogas, pero estás en terreno seguro enterándote de que naciste solo, vives solo y morirás solo como todos los seres humanos, y encajando la noticia con más o menos deportividad. El que se zambulle en la intensa corrección de estilo, en cambio, es el que busca compañía desesperadamente, aunque sea de papel, el que echa de menos las dos piernas que tenía antes de entrar al escondite subterráneo de Lex Luthor que estaba construido con kriptonita, el que se compadece de la pérdida total de sus superpoderes, el que no puede soportar la soledad a la que se cree condenado.
«¡Honey! —exclamas, dejando este papel sobre el tocador, como dando a entender que no lo necesitas ahora que ella ha regresado. Los presagios son mucho peores si el héroe que ha sido derrotado recibe a su concubina con grandes aspavientos y voces estentóreas—. ¡Ayúdame, por favor! Ayúdame, si no me ayudas, si no es por ti, yo...». Ella te abraza, te arrulla, te besa la frente con infinita ternura. «Soy un imbécil —admites—. Lo sé. Lo reconozco. Vivo de ti. Soy incapaz de valerme por mí mismo, soy incapaz de escribir nada positivo. Te padroteo...». La alusión desentierra la procedencia de la muchacha: HONEY BUNNY, TRIGUEÑA, 23 AÑOS, OJIVERDE, ALTA (1-71), CUERPAZO (100-62-92), CARITA PRECIOSA, INDEPENDIENTE, ¡PERMITO TODO! HOTELES, DOMICILIOS. 04455 5430-89-31. La conejita de manos cariñosas y piernas dóciles que, tras desentenderse de su disfraz con contoneos propios de serpiente, estuvo dedicada en cuerpo y alma a otorgarle una muerte chiquita (la más intensa manera de celebrar la vida) al viejo tullido que correspondió no con rosas, ni con estrellas, ni con afrodisiacos billetes, sino con la más simple, sincera y cautivadora de las galanterías, que fue un ramo tupido de historias del hombre más súper de todos los tiempos. Con un aire distante, como quien no quiere la cosa, como si no te dieras cuenta de la dimensión absorbente de los recuerdos que narrabas, atrapabas a Honey Bunny, la hipnotizabas con una infinidad de revelaciones extraordinarias, le ponías los ojos cuadrados y, cuando querías y era necesario, rompías el encanto con una repentina llorera que la hacía volver a prestarte su vagina como secante de lágrimas. Honey Bunny siempre ha sido una hembra de esas que viven convencidas de que el coito es la solución a todos los males y de que, con el coito, puede satisfacer todos sus deseos, pero no es mucho más puta que las otras putas. Yo diría que es generosa, que tiene un corazón más grande que sus tetas. No puedo decir que sea perfecta porque late un punto de histeria helada y sin retorno en su sonrisa de dientes amarillentos, llena de caries, pero le sobra sentido del humor y no le faltan las ganas de gustar y de entretener y de complacer, y es verdad que se enamoró de ti, que purga culpas obsequiándote su dinero, haciéndose tu esclava, soportando tus caprichos e intemperancias.
«Ayúdame, Honey —suplicas con la cabeza apoyada en su hombro derecho—. ¿Me ayudarás?». «Claro que sí. Sabes que siempre podrás contar conmigo. No te preocupes, Clark. La ignorancia de tu trabajo es su mayor gloria. Tu autobiografía se tocará con repugnancia, como alguien que toca algo que puede explotar. Olvídate de los críticos... ¡Críticos! Examinan desde todos los puntos de vista menos del esencial. Es como si un naturista, al describir el género equino, empezase a dar lata acerca de las herraduras». «¿Cómo me ayudarás?». Honey Bunny no sabe qué decir y no dice nada. Y tú, iracundo, la miras fijamente con ojos vidriados, semivisibles, y ella se enciende como una pira, con un fuego azuloso, sucio, mortecino. Un aullido de dolor sale de la muchacha, quien trata, durante unos segundos, de quitarse la ropa; desesperada, cae al suelo; su piel arde, se desflora con la combustión de la que brota un humo pestilente. Cuando la carne chamuscada se derrite y los huesos asoman entre burbujas, te limitas a desnudar los dientes, pero no es una sonrisa. Pareces muy peligroso. Eres peligroso. Sí, han empezado a regresar tus superpoderes.

5° MENCION DE HONOR
EL MARISCADOR - JUAN PABLO SCROGGIE -CHILE


“Escucha la angustia interminable
de esa angustia que se llama hombre”
Monumento al Mar, Vicente Huidobro


Todavía no aparecía el sol subiendo por los Andes pero ya clareaba amarillo rojizo en el horizonte. La Cruz del Sur se difuminaba en el firmamento. Los hombres, ansiosos como todos los días, esperaban callados, desnudos, sentados incómodos en la arena de la playa. El mar Pacífico rugía como un león herido en su permanente trajinar. Hacía un frío glaciar intenso acentuado por la humedad de la niebla mañanera.  El  más viejo, que parecía ser el jefe por tener la barba larga y la piel más curtida, abandonó su pasividad contemplativa porque vislumbró el momento preciso. Se levantó en forma lenta de su asiento improvisado, una roca arrojada por algún volcán en erupción, y mandó a los demás a la recolección.
Un hombre, como todos, se puso de pié. Tomó el canastillo tejido de pita. Lo que acopiara ese día iba a ser el sustento para él y su familia. Se metió en el mar, esquivando hábilmente las olas que llegaban hasta su pecho, empezó a recolectar los moluscos que salen a respirar con la bajamar.   
Cuando el sol estaba apareciendo y el frío se tornó irresistible,  divisó en el piso del mar la almeja más grande, bonita e impresionante de su vida. Tenía el doble del tamaño de una normal, de colores brillantes y atractivos. El canasto estaba lleno, pero la ambición de atrapar al molusco más hermoso y exuberante que se haya visto, era insuperable. Tomó rápidamente la concha con su mano derecha apretando lo que más pudo su preciada gema. Sintió, en forma dolorosa, que tres grandes agujas le perforaron la palma de la mano. Era de esos anzuelos tridentes, acerados, con punta de muerte, lo que los hace imposible de desprender. El anzuelo lo jalaba mar adentro. Intentó zafarse desesperadamente. Soltó el canastillo. Con la mano izquierda, trató inútilmente de desenganchar la derecha. Al otro lado recogían la lienza con fuerza y seguridad.
Necesitaba respirar. Cada tanto, un esfuerzo sobre humano le permitía nadar a la superficie. Al llegar, daba unos pequeños saltitos y volteretas en el aire, tomaba oxígeno, chapoteaba y volvía a hundirse. Sin energía, presintió que llegaba el fin. Tenía ganas de llorar de impotencia. Sabía que le darían con una piedra en la cabeza, para dejarlo inconsciente. Después lo faenarían y despellejarían para convertirlo en alimento. Exigió una explicación al cielo, ¿Por qué, Dios, por qué,… hiciste a los peces a tu imagen y semejanza? 

6°MENCION DE HONOR

LAS ANCIANAS -MIGUEL ENRIQUE GONZALEZ TRONCOSO -CHILE
            Mientras me cortaban el cabello, miraba distraídamente hacia la calle a través de la mampara de vidrio.
        De repente, divisé a lo lejos dos figuras que se apoyaban mutuamente para caminar. La peluquera, queriendo adivinar qué era lo que acaparaba mi atención, comentó:
- ¡Esas dos, son la Otoño y la Primavera!; son viejitas como ellas solas. ¡Y tienen más de noventa años! –agregó-.
- ¿Y…, son vecinas del barrio?, me atreví a preguntar.
- ¡Claro que sí!; vienen siempre a comprar a la verdulería de al lado. Y, una vez al mes pasan para acá para que las peine. Años atrás venían a que les hiciera la pintura, pero ahora solo les gusta peinarse. Mejor para mí, pues ya no tiño el pelo, y me habría apenado decirles que no, dijo la mujer.
- Qué curioso, las dos se parecen mucho, ¿son acaso hermanas?
- ¡Si, pues!... Mire, la que viste el chaleco plomo se llama la Otoño, pero le dicen la “otoñito”, la otra, la del chaleco burdeos, es la Primavera. Son mellizas, y nunca se casaron. Han vivido juntas toda la vida, agregó la peluquera, mientras me ladeaba la cabeza para cortar mejor sobre mi oreja derecha.
- Y, dígame una cosa, siempre fueron así, “agachaditas”…
- ¡No, pues! Cuando eran más jóvenes caminaban bien erguidas, muy orgullosas, pues eran muy bonitas, muy atractivas. Fíjese que no les faltaban los pretendientes. Los hombres volteaban a verlas. Pero ellas se hacían las desentendidas. Siempre se dedicaron a cuidar a sus padres, que murieron de viejitos y en su casa. ¡Pero, así se les pasó la vida! – reflexionó -
- Y, ¿habrán sido felices?, me atreví a preguntar, no directamente, sino que como a mí mismo.
- ¡Pero claro!, se apresuró a decir la peluquera, y prosiguió… Mire, cuando todavía eran jóvenes, y yo una chiquilla recién casada, venían a esta peluquería, que era el negocio de mi madre, y en más de una oportunidad las escuché hablar muy contentas. Se reían de cualquier cosa y se veían felices. Les gustaban los niños. Ambas eran profesoras y siempre hablaban de sus alumnos. Del “futuro”, decían ellas. Nunca las vi tristes. Algunas veces andaban como en el aire, quiero decir, así como lanzando ideas. ¿No sé si me entiende?
- Sí, perfectamente, pero continúe por favor…
- ¡Verá!…, varias veces las escuché decir que no era necesario viajar para conocer el mundo. La “otoñito” sobretodo, decía que por mucho que uno viajara a distintos lugares del planeta, siempre volvía al mismo lugar. Y, filosofando, muy sería, agregaba: ¡El hombre, por mucho que viaje, siempre volverá a sí mismo; es como un extraño en el mundo, siempre añorando el lugar de donde partió, y, como no lo encuentra, vuelve a sí mismo!
- ¡Vaya!, qué profundidad, dije, pero la mujer continuó:
- Cuando la “otoñito” hablaba así, su hermana, la Primavera, remachaba sus dichos diciendo: ¡Así es!..., ¿ó a usted no le ha pasado que después de viajar, no sé, a cualquier parte; por ejemplo, a Cuba, Punta Cana o Europa, sólo puede asegurar que ha conocido lugares; pero, en su interior, usted sabe que esos no son sus lugares; que su lugar es usted mismo? Y, concluía: lea usted libros, muchos libros. Así podrá viajar. Incluso a otros mundos. Y, lo que es mejor, lo ayudarán a viajar hacia sí mismo.
        Allí, en la calle, estaban las dos ancianas, con sus cuerpos desgastados, encorvadas por el paso de los años, como árboles añosos, tratando de cruzar la calle nuevamente. Afirmadas una de la otra…
        ¡Ya, listo!, me dijo la peluquera. Pagué y salí a la calle. Apresuré el paso hacia donde estaban las ancianas y alcancé a escucharlas decir, antes de que cruzaran:
- ¡Apúrate Otoñito!…
- ¡Cálmate, Primavera!, que aunque nos apuremos, llegaremos al mismo lugar…
         Y, mientras el sol se escondía en el horizonte para dar paso a la noche, seguí caminando pausadamente y dejé que mis pasos me llevaran.
           
                                              
                                                                                   

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