viernes, 1 de septiembre de 2017

PREMIO DE HONOR CUENTO/RELATO -CASTELLANO -ARGENTINA

PRIMER PREMIO DE HONOR - SERGIO OMAR

TIZAS NEGRAS

Alta en el cielo un águila guerrera,
audaz se eleva en vuelo triunfal,
azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del marrrrrrr…

La canción a la Bandera se congeló más que el frío de esa mañana, el golpe seco retumbó en la cabeza, justo a la altura de la nuca;  la estrepita caída de la mochila se vio interrumpida con las carcajadas y las burlas hirientes.
Casi al instante Franco abrió los ojos, estaban todos a su alrededor riéndose. La vergüenza que sintió en ese momento no le importó, con la cara toda dolorida se levantó y fue corriendo hacia el baño, se miró al espejo y la sangre que brotaba de su nariz se mezcló con sus lágrimas que no pudo contener.
Entre el desorden de los alumnos se podía oír que la canción de la bandera seguía sonando de fondo, y a lo lejos apenas, a la maestra que los reprendía.
Luego llegó su padre, lo levantó prácticamente de las orejas, y bastante enfadado lo retiró de la escuela.
Camino a casa le contó todo lo que esos chicos le habían hecho, y ante la falta de atención de siempre, le replicó que debía aprender a defenderse y a no dejarse golpear.
Regresar al colegio era lo peor que le podía pasar; un día más camino a la biblioteca y subiendo las escaleras hasta el segundo piso como siempre, una mala pasada lo esperaba; un bombardeo desde arriba con pelotas de papel, y Franco solo atinaba a esconderse detrás de sus anteojos.
Después de haber sobrevivido a la primera batalla, llegó a destino con las piernas adormecidas y el corazón agitado por el esfuerzo de subir tantos escalones.
Con su mochila a cuesta, buscó sentarse alejado de los demás, tímidamente y con  la cabeza gacha solo procedió a abrir sus cuadernos, y a observar de reojo a sus compañeros, que en cualquier momento volverían a atacar.
De repente escuchó voces y gritos, eran sus compañeros, quienes le quitaron su libro arrojándolo al fondo del pasillo. Luego los niños lo empujaron haciéndolo caer al suelo. Pasaron unos minutos y Franco acurrucado en cuclillas abrió los ojos, de lejos pudo oír la voz de su maestra que pedía orden a los demás niños. De repente que retumbó por toda la biblioteca un inesperado grito de Franco; todos quedaron mudos incluso la maestra; Despavorido recogió todas sus cosas y salió corriendo.
Días después; Franco solía en los recreos quedarse sentado en un rincón, caminaba solo por ahí, pero era imposible librarse del todo de las burlas  y los maltratos; Volviendo del recreo y de camino al aula fue interceptado por cuatro de sus compañeros;
Los maestros ese día no advirtieron la ausencia de los chicos, porque éstos en complicidad con otros buscaron la forma de distraerlos.
Franco fue sujetado por el cuello, mientras que con la otra mano cubrieron su boca.
Lo llevaron hacia un patio trasero, en donde comenzó la pesadilla; lo empujaron contra la pared y su cabeza rebotó en ella, y ya caído en el suelo, una ráfaga de patadas impactaron sobre su cuerpo, la furia enceguecida envuelta en ensañamiento estaba dejando inconsciente a Franco.
Uno de los niños sacó de su mochila una enorme piedra que utilizó para el golpe final. En ese instante todo se tornó silencioso y oscuro.
Minutos después entre las corridas y la desesperación, Franco fue llevado al hospital.
El reporte médico decía que tenía dos costillas fracturadas, una fisura en el cráneo, la nariz rota y el ojo izquierdo tan inflamado que no podía abrirlo.
Los dolores físicos de Franco con los días seguramente irían desapareciendo pero el daño moral y psicológico lo seguirían condenando.
Mientras se reponía, acompañaba a su padre por las tardes a la zapatería; aburrido se ponía a jugar por el depósito, hurgando cajas un día encontró en una ellas escondida un arma, con los ojos bien grandes la sostuvo en su mano por un instante. Franco pensó en el arma toda esa noche y las siguientes.
Después de dos meses se reintegró a clases; la primera semana resulto tranquila, pero todo duró poco, las burlas y los golpes habían regresado.
¿Por cuánto más debía soportar la violencia que sus compañeros ejercían sobre él? y ¿Cuanta más ira y dolor seguiría acumulando?.¿Cuánto tormento, y hasta cuándo?
Un día más volvía  a su casa corriendo llevándose todo por delante, estaba enfadado consigo mismo, cerró bruscamente la puerta de su cuarto y empezó a destrozar los dibujos en su pared y terminó rompiendo el retrato en el que estaba con sus padres. Envuelto en lágrimas furiosas tomó del cajón del escritorio una tijera y se ensañó con su cuerpo, mutilando su piel hasta desgarrarla. Franco gritaba desde sus heridas  pero nadie lo escuchaba, estaba deprimido pero nadie lo sabía, pensaba constantemente en la muerte pero nadie lo advertía.
La soledad del niño crecía cada vez más; tanto dolor lo estaba dejando fuera de este mundo; sin rumbo, sin salida.
Aquel día se levantó sin decir una palabra, su madre lo esperaba con el desayuno que apenas tocó; recogió su mochila y salió camino a la escuela en silencio. Todos ya estaban dentro del aula.
Franco llegó y dejo su mochila en el banco, sacó una caja, tomó una tiza y se dirigió al frente hasta el pizarrón, levantó su pequeña mano y escribió un estremecedor mensaje – “GRACIAS POR TANTO DOLOR” – de repente el olor a pólvora había impregnado todo el lugar, su cuerpo cayó y quedó tendido inocuo y sin pecados frente a todos,  y su mano aún sostenía el trozo de tiza.
¿Qué sentiremos ahora? que con la indiferencia gatillamos el destino irreversible de Franco.

2°PREMIO DE HONOR -ANA GRACIELA INCOSTANTE

ALMA DOLIDA

Una cálida mano acariciaba mi mejilla, una dulce vos susurrándome al oído me decía, no te marches, quédate conmigo, te di el ser, luchare contigo.
Mi pecho se humedecía aquella triste y dolorosa madrugada, al abrir mis ojos note que eran sus lágrimas que sobre mi caían.
No podía comprender tanto dolor, ni tampoco oír sus desesperada palabras que implorando repetía, no puedo más, me destruyes día a día.
Mi insaciable cuerpo pedía más y más, nada me importaba, solo a ella yo esperaba, oscura perversa y destructora emigraba por mis venas mientras me prometía un placentero viaje de ida, cuando quise regresar ya no podía, traidora, destruiste mi inocencia, me mentiste, me tienes prisionero, quiero botarte de mí lado de mi cuerpo de mis venas, solo, ya no puedo
Ayúdame Dios mío, saca de mi cuerpo este veneno, que un día me dio a probar su néctar prometiendo una feliz partida, sin saber que me arrastraba a las más temibles de las ruinas.
Ayuda suplico a voz doctor, padre, madre, hijo, hermana, hermano, quiero volver, rocoso está el camino, ayúdame a transitarlo amigo mío, necesito ser feliz, como cuando niño mi madre me llevaba a la escuela, creía que era lo peor que me pasaba, lo peor eres tú.
Te metiste en mi cuerpo en mis venas, crees hacerme feliz y no te das cuenta, que cuando te alejas mi alma llora, si, cuando tú te alejas, mi alma toma conciencia y llora.
Quiero irme lejos, no puedo, me obligas a pinchar mis venas, te crees poderosa, déjame que me destrozas, me propuse botarte a la basura, limpiar mi cuerpo, mi alma y también mi conciencia.
Enseñare a otros cuan duro es el camino y que tú, oscura señora, te apoderas de almas en pena que sufren y lloran, prometes alegría y nos embarcas en las peores de tus mentiras.
Por ti perdí a mi madre, solo me queda esta pobre vieja, quien acaricias mis cabellos, seca mis mejillas, sufre y a escondidas llora, por tu culpa maldita traidora, no puedo devolverle ni un poquito de ese amor que esta pobre anciana, me brinda a toda hora.
Al volver a mi casa estoy solo, solo con la soledad, otra gran señora, aparece en mis noches, en mis tardes, también en mis mañanas, se acuesta a mi lado, me hace compañía. Luego la cambio por la otra quien me lleva lejos, ella espera en mi lecho, cuando regreso ni la veo, al despertar están presentes ambas señoras, una corre por mis venas, la otra me espera sobre mi almohada, yo en el medio, no puedo decidir solo sin fuerzas y sin aliento, me abrazo a ellas celebro, canto, rio, lloro, giro la cabeza en mi almohada, me duermo muy profundo sin pena y sin gloria hasta mi próxima alborada.

3PREMIO DE HONOR . EDUARDO ROBERTO KERSCHEN

VITTORIO VANOLI VUELVE A VICENZA

Vanoli había viajado en el vapor argentino Salta, un barco atestado de inmigrantes en aquellos primeros años después de la guerra, para remediar su afligida situación económica. Había dejado en Vicenza a sus dos pequeñas hijas y a una inconsolable y joven esposa, italianita veinteañera que le derramó un mar de lágrimas a aquel joven marinero de las góndolas venecianas, que había prometido regresar tan pronto como sus financias mejorasen.
Ahora, 32 años después, lo separaban de un bochornoso día de julio en que partió del puerto de Genova y ahora lo recibía el aeropuerto Fuimicino, de Roma, en un avión de Alitalia. Allí lo esperaban sus dos hijas, Gina y Mariela, para acompañarlo de vuelta a casa.
Las dos mujeres no lograban identificar a su padre entre los que bajaban por la escalerilla del avión. Una de ellas creyó reconocerlo en un hombre mayor que colgaba de sus hombros, un bolso marinero. La otra mujer dudó que fuera el padre de ellas porque veía en ese hombre a un anciano.
Trabajosamente, Vittorio se encaminó a la salida. Con un bolso igual había llegado a aquel promisorio Buenos Aires de fines de los años cuarenta. En la calle Pinzón, de la Boca, estaba el primer conventillo que recibió a Vittorio y su sempiterno bolso. Luego hubo casas de pensión y albergues donde sobrellevaba con penurias su soledad y sus nostalgias. Todos los sacrificios eran pocos para el bienestar de Renata, la amada mujer que quedó tan sola en Vicenza.
Gina le preguntó si él era Vittorio Vanoli.
El viejo marinero creyó ver y oír en esa moza a la Renata de tantos años atrás. Renata recogía su negra cabellera en un rodete que coronaba su cabeza. Esta mujer, también de renegrido cabello tenía un algo familiar que Vanoli no acertaba a definir. En la habitación de su ostracismo y luego en los camarotes de los buques, la foto amarillenta de Renata veló por años, cual altar a una virgen inaccesible, la devoción de ese emigrante solitario.
Mientras marchaban al encuentro de Mariela, don Vittorio vio, a través de los ventanales del aeropuerto, los modernos taxis que aguardaban a los pasajeros. No pudo evitar recordar aquel viejo taxi que manejó a poco de instalarse en Buenos Aires. Todo su salario se lo enviaba a su mujer y él se sustentaba con las propinas que le dejaban aquellos dispendiosos pasajeros porteños. Entre tanto, gestionaba la reválida de la libreta de marinero para embarcarse en los barcos de la flota estatal. Así paso el tiempo y cuando finalmente consiguió plaza de marinero, los barcos argentinos que iban a Italia, dejaron de hacerlo. Su frustrada ilusión era pasar por cualquier puerto italiano para, de tanto en tanto, arrobarse en los brazos de su añorada Renata.
En sólo dos oportunidades su barco entró por dos días al puerto de Genova. Los dos todavía jóvenes esposos se regocijaron en el amor tan apetecido. Luego, Vittorio se marchó. Su destino fue navegar por los mares del mundo, siempre enviando su cuota de liras para solventar la vida de su mujer y de sus dos hijas. Así pasaron otros muchos años de alejamiento.
Renata le rogaba en todas sus cartas:”Torna a Vicenza, caro Vittorio” Los años se habían ido volando y Vanoli demoraba su regreso porque, como él contestaba en sus cartas, era un pecado perder la jubilación en la Argentina
En sus estadías en Buenos Aires, Vittorio concurría a las casas de sus paisanos italianos donde se ufana mostrando las fotos de sus pequeñas hijas y de su esposa Renata.
Fueron al encuentro de Mariela. No, no era Mariela. Era la encarnación viva de Renata. El envejecido corazón de Vittorio brincó de alegría y de recuerdos. Quiso hablar, pero sólo emitió unas balbucientes palabras. Tenía que decir algo, pero no supo qué. Su solitaria vida lo había convertido en un hombre de pocas palabras. Así, con escasez de mayores comentarios, tomaron el tren que los llevaría a Verona. De allí, después de encontrarse con Renata, partirían en automóvil hacia los montes, al viejo hogar en Vicenza.
Ya en el tren, ambas mujeres le manifestaron con alegría su placer de tenerlo nuevamente en casa, palabras poco audibles por el traqueteo del tren sobre los puentes de los ríos. Callado, el taciturno emigrante tuvo un leve rapto de nostalgia al recordar, brevemente, el puente Pueyrredón sobre el Riachuelo que tantas veces cruzara en su época de taxista.
A los sesenta años de edad, el marinero Vittorio Vanoli se jubiló luego de más de treinta años de trajinar los mares y de mandar religiosamente su paga a la familia. Pero, para entonces el peso se desvalorizó y la lira se apreció. En consecuencia, Vittorio apenas podía vivir con su haber jubilatorio y, después de tantos años, decidió volver.
Llegaron a Verona. En el andén los esperaba Renata y Liborio Mastrangelo, viejo amigo de la infancia de Vittorio. El ausente de tantos años bajó del tren y una canosa matrona con rodete sobre la cabeza vaciló antes de tenderle una mano temblorosa. Sin un beso, ambos se abrazaron por largo rato. Los años no pasan en vano. El fuego de una juventud ida deja lugar a cenizas que el viento trata de aventar. Se dijeron un par de palabras de compromiso, frenados por la emoción del reencuentro. Después de saludar a Liborio, el otrora gondolero como lo fuera Vittorio, ahora convertido en un eximio ragioniere, todos caminaron hacia el auto del amigo que los llevaría a Vicenza.
Marchaban por la autopista A4 que une Torino con Trieste, sólo interrumpido por ocasionales comentarios, cuando el recién llegado vio un cartel que indicaba un desvío a la izquierda a Vicenza y otro a la derecha hacia Venecia. Vittorio le hizo notar a su amigo Liborio que se había equivocado, que había girado hacia la derecha. El contador le explicó que tenía algo urgente que solucionar en Venecia y que luego los llevaría a Vicenza.
Entraron a Venecia por la vía Libertá hacia Piazzale Roma y allí bajaron del auto para embarcar en un vaporetto. Vittorio iba absorto interesado en los cambios habidos en los canales desde su lejana época de gondolero, en tanto las mujeres parloteaban entre ellas, mientras echaban furtivas miradas a Vittorio. A una señal de Mastrangelo, todos bajaron frente a una típica casa sobre el río Meneghete. Vittorio Vanoli no entendía qué sucedía cuando entre todos lo invitaron a entrar por la puerta abierta de una casa. De adentro vinieron corriendo dos chicos acompañados por sus padres, que a los gritos de ¡ Nonno, nonno! se abrazaron a las piernas de Vittorio. No necesitó explicaciones. Las lágrimas brotaron caudalosas sin deseos de retenerlas. Vittorio Vanoli lloró. Lloró como un hombre, todo un hombre, cuando supo que sus envíos de dinero habían permitido comprar esa casa en la Venecia que él tanto amaba. Vittorio ya no fue más el hombre retraído y callado. Ahora hablaba exultante pidiendo detalles de todo y saltaba alegre tomado de las manos de sus nipoti. Y su gozo fue enorme cuando, desde unas góndolas, tres típicos gondolieri desde sus embarcaciones le ofrecieron un recibimiento inolvidable interpretando con sus mandolinas viejas canciones venecianas.

Ahora yo, Liborio Mastrangelo, me siento inmensamente feliz por haber bien asesorado y aconsejado a Renata en cómo ahorrar e invertir el dinero para comprar aquella casa con lo sobrante de las remesas que le enviaba Vittorio desde la lejana Argentina.


4°PREMIO DE HONOR-MARTHA SUSANA PROPATO

ODA A MI BARRIO DE FLORES

Caminaba mirando al piso, tratando de esquivar las baldosas flojas de la vereda que guardaban resabios de la lluvia copiosa que había caído en la noche.
El sol se asomaba temeroso, tratando de abrirse paso entre las nubes que corrían veloces siguiendo el viento del sur, pero alcanzaba para iluminar las calles que quería recorrer.
Volvía al barrio por fin. Después de muchos años, volvía a Flores, el lugar que me vio nacer, allá por 1944. Entonces era un lugar de casas chatas, de quintas que demoraban el apuro de los transeúntes dejando caer las flores de las glicinas celestes como el cielo, donde todos se conocían y hacía falta tan poco para creerse que eran de la familia.
Me paré en la esquina de Caracas y Bacacay. A mis espaldas quedaba el primer edificio "alto" de la cuadra (no más de cinco pisos) que tanto había llamado la atención cuando se construyó, hasta que otro lo superó con siete pisos casi en la esquina de Bacacay con Gavilán. Pero el resto de las casas estaban igual...la casa de los Sandullo, la del bailarín del Teatro Colón que no llegó a ètoile, la de Castelltort, cuya hija fue "desaparecida" durante la dictadura militar, la del secretario de redacción del diario "La Prensa", la del dentista alemán, el doctor Wright, que supe más tarde que se había mudado a la Av. Independencia, la panadería devenida en tintorería...nada había cambiado y sin embargo todo era tan distinto.
Tal vez sería porque en lugar del "amueblado" de la otra cuadra, identificado por una pequeña lucecita roja en su puerta, que supe que existía en mi niñez, su calle y las de alrededor habían mutado en una oferta insuperable para mis recuerdos.
Me pregunté que dirían el carnicero de Bacacay y Artigas, el malhumorado Raúl, o doña Mercedes que lavaba ropa para afuera y a veces planchaba las camisas de mi padre que mi madre le alcanzaba, o la gente de la fábrica de pastas justo enfrente, o el petiso "Tronquito" que vivía con su hermana en Caracas y Yerbal y atendía un quiosco bien surtido o el peluquero maricón de la peluquería que me peinaba de adolescente en Caracas entre Yerbal y Rivadavia o las maestras de mi escuela primaria, la "Florencio Varela" que todavía se alza en la esquina de Rivadavia y Caracas de los cambios sufridos en el barrio, si vivieran para verlo.
Tal vez se los vería alarmados, descontentos o sumisos y expectantes...
Porque en realidad eso es lo que se busca al regresar al barrio cuando es por apenas un lapso breve. Porque la vida nos sacó de allí a tiempo para poder conservar en la memoria esos momentos únicos y perfectos, que juntan jugar a las estatuas en la vereda o a la mancha con los cumpleaños de quince de las chicas de la cuadra, con las primeras miradas cómplices con el chico que trabajaba en la imprenta de la vuelta y cuyo nombre no olvidaré (Héctor era y es).
Mi barrio ganó y perdió. Ganó en ruido y gente que lo recorre, pero perdió sustancia.Ya no existe la feria de Yerbal y Artigas, ni el cine Pueyrredón, ni mis amigos viven ya allí.
Por eso había llegado el momento de partir, de volver a mi vida de hoy que se fue muy lejos del lugar en que nací setenta años atrás.
Y dejar allí historias y recuerdos y risas y lágrimas. Simplemente porque son las cosas que nos nutren y que nos dejan cautivos pero no esclavos del pasado. Porque no soy de las que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sino que fueron experiencias que moldearon la mujer que soy hoy, plena y dispuesta a escribir cada día un nuevo capítulo exhuberante de mi vida.

Flores fue mi cuna y cuando lo dejé lo hice sin nostalgia, pero sabiendo que perdurará su olor en mi nariz y el ruido del tren en mis oídos, y su alma en mi corazón...

5°PREMIO DE HONOR-MARIA INES CORDA
CAMBIO DE PLANES

Despertaste a la hora de costumbre y al abrir los ojos recordaste que no estabas en tu cama, esa cama vieja y ruidosa que conoce todos tus secretos. Secretos lindos, cálidos, luminosos y aquellos de noches tristes y almohada mojada por  lágrimas que, durante el día quedan ocultas, pero que cuando aparecen las estrellas se niegan a permanecer apacibles y brotan sin cesar.
Estabas en otra cama, más moderna pero desconocida para tus huesos, que ya saben cómo acomodarse en el lugar elegido hace muchos años. Las sábanas de marca contrastan con las tuyas, bordadas a mano y que aún debés planchar. Desde esa cama desconocida bajaste los pies al piso frío que terminó de despertarte.
Ahí estabas, lista, después de una ducha, para iniciar tu día con una actividad planificada con anterioridad, pero que rompía tu rutina semanal.
Un desayuno breve, el viaje en subte y una reunión.
Sabías que cuando ésta finalizara tendrías el tiempo suficiente para hacer lo que tanto te agrada: caminar y mirar vidrieras con los últimos modelos de la temporada.
Pero, lo más importante, es entrar a todas las librerías que aparecen en tu camino, sobre todo aquella de libros usados. Dejarte estar con esos libros de hojas amarillentas: manchadas por gotas de café, palabras subrayadas, tapas garabateadas, tickets de bares con mensajes indescifrables. Su estilo de encuadernación que marcan una época, el tipo de letras, las imágenes, ¡todo te fascina! Están ahí también todos esos libros que alguna vez leíste en tu adolescencia, tan bella y lejana. Historias en las que disfrutabas el sabor de la libertad que envolvía a esos personajes. Esa libertad que les permitía vivir historias mágicas, románticas, en paisajes increíblemente bellos. Ya leíste todos esos libros. Uno no encontrás y es el que te falta leer.
              Es un ambiente propicio para soñar mientras cada persona busca y rebusca un título, un autor o algo que despierte su atención. Si existe un lugar mágico en la gran ciudad es éste, adonde cada uno es dueño de su tiempo y de su maravilloso mundo.   
De pronto, una lluvia persistente, inesperada, cambió tus planes y terminaste tomando un café detrás de la vidriera de un bar de la zona. Tenías  tiempo, sobraba. Te dedicaste a contemplar a las personas que pasaban. Paraguas de colores, aunque predominaba el negro. Uno, dos… veinte, treinta paraguas protegiendo a la multitud. Pasos diferentes, rápidos, lentos o despreocupados. Revisando celulares, hablando, ajenos a su entorno, moviéndose en bloque, frenados por los rojos de un semáforo. Cuando la luz amarilla comenzaba a parpadear algunos se aventuraban a cruzar. Te quedaste pensando que debajo de esos paraguas atraídos por ese amarillo intermitente,  habría una historia para contar.  
El café ya estaba frío. La tarde iba cayendo: debías emprender el regreso a tu casa  sin ningún libro, ni nuevo ni usado.

Si hubieses ido hoy, en el rincón de la derecha, el de las novelas históricas, habrías encontrado esa, de tapas pintadas a mano y bordes dorados, que aquella vez te deslumbró en una vidriera y no tuviste la oportunidad de comprar.
En el viaje de regreso, sumergida en la monotonía de la ruta te prometiste que en el próximo viaje, aunque lloviera, irías por ella.
Irías por tu libertad.





                                                                                         

No hay comentarios:

Publicar un comentario