miércoles, 29 de julio de 2015

SEGUNDO PREMIO - EDITH FEDORA SOTO -MUJER AL FIN

Mujer al fin

Al llegar a los 55 años, Isolina vivía una existencia solitaria, en una sencilla casita de los suburbios de Buenos Aires. Su cuerpo voluminoso, de anchas espaldas y brazos musculosos delataban su infancia sometida a los esfuerzos de las tareas rurales, que el destino le había deparado. Única hija mujer y la menor de  una familia con doce hijos, no alcanzó a recibir mimos ni atenciones especiales. Ni bien pudo caminar sola ya empezó a correr por el campo mezclándose con la peonada y los trabajadores “golondrina”. Montar cualquier potro bravo fue para ella natural. Fuerte y llena de energía, nunca le hizo asco al manejo del tractor o los camiones.
         Habiendo perdido a su madre a los ocho años, ni siquiera un resabio de coquetería se había desarrollado en su personalidad, sin dejar por eso de ser una mujer prolija y hacendosa. Infatigable, desde muy joven no sólo trabajaba codo a codo con los hombres de la casa, sino que se multiplicaba para cumplir con las elementales tareas femeninas que con naturalidad había asumido. Nadie podía decir que era una experta cocinera, pero ninguno dejaba restos de comida en el plato cuando preparaba sus caudalosos guisos para la familia y la peonada. Con el paso del tiempo los hermanos mayores fueron armando sus propias vidas y dejaron el campo paterno.
         Después de varios años donde la mala racha en las cosechas, pariciones y la enfermedad del padre obligó a la familia a vender sus tierras e instalarse en la gran ciudad. El padecimiento del anciano fue largo y doloroso. Pero fiel a su manera de ser, ella luchó denodadamente, primero para intentar su cura y finalmente, para asistirlo en  sus dolores y limitaciones.
         Dura como un roble nadie le oyó ninguna queja. Parecía que las dificultades hacían aumentar su voluntad y capacidad de trabajo.
        Cuando el padre falleció le sobró decisión para disponer todas las cosas del velorio y del entierro. Aparentemente inconmovible y con gesto adusto cargó con algunos de sus hermanos el féretro hasta su tumba.  
         Así, sola y con un rictus amargo en su boca, desde entonces se dedicó a manejar estrictamente sus pequeños ingresos provenientes del alquiler de una chacra que inesperadamente había heredado de su padrino. Austera como pocas, solo cruzaba unas pocas palabras con alguna que otra vecina. Sólo de tanto en tanto recibía la visita de alguno de los hermanos o cuñadas. Y era excepcional la llegada de algún sobrino, que por cierto, eran muchos.
         Aquella vida parecía ser la que el destino había determinado para ella, hasta la mañana de aquel domingo de Julio, cuando al regresar de su habitual visita al cementerio divisó un pequeño bulto en el jardín. Furiosa avanzó decidida a sacar de entre las plantas aquello que rompía el orden y la armonía del lugar. Pero cuando estuvo cerca, algo la paralizó…  Fue al comprobar que el bulto aquel tenía movimiento propio...
         Para colmo cuando, haciendo gala de su coraje habitual, pudo aproximarse aún más, oyó un ruido extraño. Movió enérgicamente la cabeza con signo de desaprobación recordando que en varias oportunidades alguien había dejado algún gato y en una ocasión hasta un gracioso cachorro pequinés. Pero, pronto comprendió que estaba oyendo el gemido de un bebé. Se precipitó sobre el envoltorio y entre mantillas muy finas apareció la diminuta humanidad de una beba. Supo que era una niña porque llevaba puesto unos  aritos de perla… La alzó con tanta brusquedad que la criatura comenzó a llorar desesperadamente… Se veía tan pequeña entre sus manazas descomunales… Quiso calmarla y recién entonces cayó en la cuenta de que jamás había acunado a ninguna criatura. Aunque fuese duro de admitir, nunca había sentido el impulso  de tener entre sus brazos a ningún niño.
         Evidentemente se dijo, Dios no me ha dado el famoso instinto maternal. En su afán por calmarla, mientras la sostenía con un brazo intentó acariciar a la niña. La sorprendió la suavidad y la tersura de la piel… La alarmó sentir tan frías las manitos que se agitaban al aire. Atropelladamente ingresó en la casa… Y por primera vez en su vida no supo que hacer… No sabía por qué lloraba la pequeña. Tampoco como alimentarla ni cambiarla (además no tenía con qué).
       Mientras cruzaba con grandes zancadas, en un ida y vuelta por la cocina de su casa zamarreando involuntariamente a la criatura, se debatía entre la duda de recurrir primero a la Comisaría o al Hospital… Porque esta vez, debía reconocerlo, necesitaba ayuda…
       Con una inusitada delicadeza depositó a la niña en la camilla frente a la pediatra que la recibió en la guardia, y la miraba desconcertada ante su silencio obstinado. .. Le costó mucho  articular un relato entendible… Ni bien lo terminó se vio rodeada de gente y de preguntas... y quizás por primera vez, también, sintió miedo y desorientación.
       Sentada ante una humeante taza de café escuchó atentamente  a  la Jueza de menores y a la Asistente Social… Por un momento sintió que la invadía un profundo cansancio…  Un cansancio que superaba  a todo lo hecho y vivido ese día…
       Al final sin saber como ni por qué, aceptó hacer uso del derecho que la ley le otorgaba de quedarse con la chiquita en guarda hasta que se averiguaran datos de su origen… Le pidieron que eligiera un nombre… Y se oyó  a sí misma diciendo  “Lila”… Y sonrió, porque ese había sido el nombre de su madre.

        Con la mullida carga en sus brazos enfiló hacia su casa…. Una ternura inusitada brotó de su alma. Cuando atravesó el jardín, el sol de la media tarde la envolvió dándole abrigo a su figura. Suspiró… Y después de ese suspiro sintió un calorcito suave que desde sus brazos llegaba a su corazón…

No hay comentarios:

Publicar un comentario