miércoles, 29 de julio de 2015

TERCER PREMIO - LILIANA NOEMI BARDESSONO - FASCINACION

Después de la cena de rutina, la azafata nos instó a dormir. Se apagaron las luces y cesaron los murmullos. Cerré los ojos aunque no tenía sueño. Empecé a recordar, con una sonrisa, la imprevista y alocada compra de esa tarde. Antes de dejar China, pedí un remís para visitar la feria. Era lo único del lugar que no conocía. El chofer anduvo más cuarenta minutos por laberínticas callejuelas hasta dejarme, previo aviso que ahí me esperaba en dos horas, entre un gentío donde las cabezas parecían moverse como ganado perdido. Los pequeños comercios, abarrotados de mercadería, se sucedían hasta el infinito. Caminé zigzagueando. No buscaba nada en particular, ya había comprado hasta los suvenires y no me quedaba mucho dinero. Objetos nuevos y otros que parecían gastados o viejos por el manoseo colgaban de ganchos o alternaban desprolijos unos encima de otros como en un sueño. Miraba todo sin ver nada en particular; esa abundancia excesiva de artículos junto al griterío intolerante me mareaba.
Al frente de uno de los puestos, sentado sobre un par de cojines, un chino casi harapiento me hacía señas con su mano para que me acercara. Su mirada insistente y sus pequeños ojos me hechizaron de tal manera, que en ese momento, perdí la libertad de acción y de palabra. Caminé hacia él como en un trance. Cuando llegué, estiró su arrugado brazo para sostener el mío. Me traspasó una corriente eléctrica y quedé inmóvil, sin voluntad para gritar ni correr. Con la otra mano movió una cortina deslucida que colgaba de un alambre, y le hizo señas a una mujer tan vieja y desdentada como él para que se fuera de ahí. Discutieron en voz alta hasta que de mala gana abandonó el lugar. En otro momento me hubiera resultado cómica la situación, si no fuese porque sus palabras, donde predominaban las letras i, o, y ñ, sonaban penetrantes y agudas en mi cabeza aturdida. Un silencio absoluto cayó como telón de fondo en la trastienda. Soltó mi brazo. Buscó debajo de unos trapos polvorientos y rescató una bolsa oscura. La abrió, y como quién descubre un tesoro, levantó de ella un cuadro.
Un marco austero y macizo servía para encuadrar el lienzo, pero sería difícil poner en palabras la impresión que me provocó esa tela pintada. No fue su simpleza lo que me atrajo, sino la idea de estar en ese lugar. No supe si era mi estado de turbación, pero el cuadro parecía llamarme. Volví a la realidad cuando escuché, entre ecos, que me decía: “Él la estaba esperando a usted. Tome, suyo”. No traigo más que estos billetes de poco valor, le dije. “No importa, suyo”, y esta vez se oyó más como si fuese una orden. Tomó mi dinero y antes de entregármelo me dijo: “Experiencia única. Solo recomiendo dos cosas importantes: taparlo con la tela y solo destaparlo cuando necesite paz, y no dejar ver a nadie”.
Después de tantas horas de vuelo, volver a mi casa era lo único que anhelaba. Acomodé algunas cosas pero el cansancio hizo que me quedara dormida con la ropa puesta, sobre la cama.
El domingo, ya repuesta, desayuné. Más tarde haría las compras pues no había nada en la heladera. Solo quedaba sacar el cuadro del fondo de la valija. Su bolsa de arpillera era más suave que la seda y negra como el alquitrán. Tal vez fue mi imaginación, pero una fuerza magnética me llevó a colgarlo en la pared que estaba entre la biblioteca y la ventana, frente al sillón de lectura. Como no tenía ganas de salir, elegí un libro y me dispuse a leerlo. Mis ojos no avanzaban sobre las palabras. Querían, empecinadamente, posarse en el cuadro.
Por primera vez pude observar con detenimiento la extensa y despoblada playa, las dos palmeras que sostenían una cama de soga tejida, y la mujer recostada en ella, con su brazo extendido y en su mano una fruta. A lo lejos, sobre un costado, se veía la mitad de un pequeño bote con un remo fuera de borda. El sol caía a pleno y en el horizonte se divisaban nubes esponjosas y perladas.
Después de mi ineludible y ajetreado viaje a China por cuestiones de trabajo, quise desesperadamente ser esa mujer, estar en ese pacífico lugar, saborear esa fruta. Mis ojos y el resto de mis músculos no respondían a otra cosa que no fuese mirar la pintura. Poco a poco iba adueñándose de mi mente, absorbiendo mi cuerpo. Cerré los párpados y sentí el calor del sol que se filtraba a través de las hojas de palmera. Un suave vaivén me mecía, y escuchaba el golpeteo de las pequeñas olas que iban a morir a la arena una y otra vez. Mordí ese exótico y jugoso fruto hasta no dejar nada. Sin saber cómo apareció otro en mi mano que también comí, y luego otro y otro...
Cuando desperté, las sombras de la noche cubrían todo a mi alrededor. Al levantarme del sillón un extraño mareo hizo que me aferrara a él para no caerme. Traté de equilibrar cuerpo y mente. La sensación de bienestar y paz que experimenté fue única. No tenía hambre, era como si de verdad hubiera comido hasta saciarme. Tapé el cuadro y me acosté. Mi sueño fue profundo como el de un niño.
La rutina vertiginosa del trabajo me sacó, como de costumbre, toda la energía; aunque mis pensamientos recurrentes sobre esa pintura me llenaban de placer. Al volver a casa reparé en que no había comprado los comestibles. Estaba a punto de salir, cuando oí repetidas veces mi nombre. Revisé la casa, no había nadie. Recordé que en China, el cuadro parecía llamarme. Fui hacia él como una autómata, le saqué la bolsa que lo cubría y me senté en el sillón.  No pude evitar la extraña fascinación que ejercía sobre mí. En una alucinante comunión, fuimos otra vez uno. Nuevamente sentí el calor sobre mi piel y experimenté durante toda esa semana, las mismas sensaciones. Decidí no hacerle caso al chino y no taparlo más.
Cuando regresé del trabajo al día siguiente y me senté frente a él, el sol ya no estaba en el cénit, se encontraba sobre el mar. La marea había subido y las olas, encrestadas, rompían con fuerza. Algunas aves surcaban el cielo, y en el horizonte, un frente de nubes grises avanzaba. El viento movía mi cama. Me llevé la mano a la boca, quería morder la misma deliciosa fruta, pero esta vez lo que sostenía era una copa. Bebí hasta cansarme, el cóctel más exquisito que haya probado. Ese era mi paraíso, mi lugar en la tierra o en el cielo. Era perfecto. Esa noche me fui a dormir ebria, pero feliz.
Otro día más con mi enloquecedora rutina: escritos, balances, corridas a los bancos, cuentas que no cierran, nervios. No veía la hora de terminar, quería irme a casa, a mi rincón de paz y dejarme tragar por la pintura. Al abrir la puerta de casa, escuché que me llamaba desesperado. Corrí a su encuentro. Antes de sentarme a contemplarlo, ya estaba dentro de él. No sentí el calor del sol y mi mano no sostenía nada. Pero mi dedo índice se movía como llamando a alguien. Cuando él se acercó y pude verle la cara, no supe qué decir. Había vuelto de la muerte el hombre de mi vida. Nuestros ojos hablaban de amor, de deseo. Me tomó la mano y caminamos hasta el bote. Subimos. Mientras él remaba, sus fuertes músculos sudaban un perfume dulzón. “Desde hace tiempo te estoy esperando, amada mía”, dijo con una voz que no recordaba si era la suya. El sol caía sobre un horizonte de nubarrones negros. El viento movía hasta los troncos de las palmeras, y las altas olas rompían con furia sobre la playa. Una bandada de aves, con sus chirridos histéricos, escapaba de la tempestad. No tenía miedo porque estaba con él. Ya no se divisaba la costa. Los relámpagos iluminaban el embravecido mar. Siguió remando hasta que una gran ola dio vuelta nuestro bote. Me agarré con fuerza de su quilla, otra ola hizo que lo soltara y me empujó hacia abajo. No podía inspirar, aun así, manoteaba el agua tratando de alcanzar una superficie que se veía cada vez más lejana. Supe que era mi fin. Él me tomó de la mano y juntos empezamos el descenso hacia el fondo del abismo...
Desperté dos días después. Por suerte mi vecina, que tiene un juego de llaves de mi casa, escuchó ruidos y entró. Mi vida se extinguía sentada en el sillón frente al cuadro. Me llevaron al hospital. Más tarde me informaron que tuve un paro respiratorio. Lo extraño fue que encontraron restos de agua de mar en mis pulmones.
Guardé el cuadro en su bolsa y lo tiré en el primer contenedor que vi.

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