miércoles, 29 de julio de 2015

PRIMER PREMIO - MARIELA DE GREGORIO - CONFESION

       CONFESIÓN

Disculpe Padre que no sea día de confesión, pero mi culpa es tan grande que me he tomado el atrevimiento de venir a verlo sin previo aviso.

Sé que es una obviedad, pero Padre he pecado. Y no una vez, o dos, o quizás tres, he pecado siete veces en una noche.

Antes de pasar a mi relato, necesito que usted sepa que he sido siempre un hombre de bien. Buen hijo, buen hermano, buen amigo y, por sobre todas las cosas, un buen “hijo de Dios”. Sí, como lo oyó. Yo era un buen hijo de Dios. Hasta ese día Padre. Hasta ese día…

Era una mañana de domingo, y como todas las mañanas de domingo, mi familia y yo concurríamos a la iglesia del pueblo. Transcurría la ceremonia normalmente, sin nada que alterara el orden de los sucesos. Hasta ese momento en que ella apareció. No era una mujer cualquiera. Era diferente.

Altiva, bella e inteligente, derrochaba sensualidad al caminar. Su mirada era tan penetrante que podía ser capaz de atravesar con sus ojos la mismísima muralla China de punta a punta, ida y vuelta y sin escala. Esa era Inés. Esa era “mi” Inés.

Inés y yo comenzamos una relación a los pocos días de aquella mañana otoñal. Fue todo muy rápido. Con ella nada sucedía lentamente.

Pero una noche pasó algo que cambiaría para siempre nuestra historia. Fui a su casa. Ella vivía sola. Recuerdo que llevé un buen vino tinto y me esperó con manjares afrodisíacos, como le gustaba llamarlos. Comimos y nos embriagamos hasta el cansancio. Seguido a eso, no se pudo esperar otra cosa que lo previsible. Nos sumergimos en un océano de pasión descontrolada y lo hicimos una y otra vez hasta el hartazgo. Ya cansados nos fundimos en un sillón y no quisimos levantarnos, ni para limpiar los desechos que habían quedado esparcidos por toda la habitación.

Es ahí cuando le confesé mi deseo más profundo de conquistar los placeres materiales que logran tener los hombres poderosos, esos que tanto odiaban los devotos de la iglesia a la que yo asistía. Le enumeré las millones de razones por las cuales yo estaba capacitado para lograr tales sueños mundanos. Me sentí importante ante mi adorada mujer. Me sentí el mejor. Pero ella también me habló de esos anhelos Padre…

Me desarrolló sus grandes cualidades para conseguir todo aquello. Y sabía que era mejor que yo. Mucho más. Siempre lo había sabido. Eso me carcomía la mente y el espíritu.

Pero en un instante, porque fue solo eso Padre, tan solo un instante, sentí sonar su teléfono y la vi correr a la otra habitación para atenderlo. Sin que ella lo notara escuché como le decía a él, porque nunca supe ni sabré su nombre, lo mucho que lo extrañaba, como necesitaba tenerlo otra vez en su vida y que ya no soportaba estar al lado de un fracasado como yo. Me sentí morir. El corazón se me detuvo, pero la mente fue veloz y sin pensarlo, como una fiera desbocada, tomé un cuchillo de los que habíamos usado en aquella cena y como un demonio furioso, clavé ese látigo de metal en su corazón. La sangre se desprendía a borbotones de su cuerpo. La había matado Padre ¡Dios mío! ¡No puedo concebir que la maté!

Es por eso Padre que le decía que había pecado siete veces en una noche. Siete pecados y capitales todos ellos…

- ¿Qué sucede Padre? ¿A quién está llamando? Se supone que en el confesionario estaríamos sólo Usted y yo.
- Enfermera lleve al paciente a la habitación. Todavía no ha elaborado la situación de haber dejado los votos por una mujer que lo traicionó. Evidentemente no ha respondido a la medicación. Refuércela esta noche. Trate de que pueda descansar y mañana tráigalo nuevamente al mediodía. Veremos si con el aumento de la dosis podemos tener mejores resultados. Vaya, llévelo por favor.
- ¿Padre quién es ésta mujer? ¿A dónde me lleva? Por favor Padre, tan solo dígame que Dios me ha perdonado.

- Descanse Sr. Luggini, descanse. Mañana hablaremos nuevamente y, quédese tranquilo… Dios me ha dicho que lo ha perdonado.

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