JUAN CARLOS CIA - CORDOBA
La pena negra
Llenó su valija de
cartón sin lágrimas. Miró por última vez a su terruño sin lágrimas. Saludó a
los amigos del pueblo sin lágrimas. Apretó contra su pecho a ese chico rubio
con los ojos apenas brillantes. Decidió que no debía aguar el sueño de los demás.
Apretó los labios y aguardó con
resignación la partida.
No podía tolerar el
dolor que le provocaba escapar, aunque fuera de la miseria. Sus doce años eran
muy pocos para aceptar el adiós definitivo a todo lo vivido. Dejar el Piamonte,
enfrentar el océano, a cambio de poseer la tierra. Ver brotar trigales, tener
nueva casa, todo eso no era suficiente. El precio a pagar era muy alto, borrar
afectos, silenciar palabras amigas, olvidar a aquel chico rubio que recibió la
noticia con los párpados húmedos. Un precio demasiado alto.
Los hermanos, todos
varones, comprendían la importancia del pan seguro en la mesa. A ella no le
importaba la escasez, los zapatos remendados, la ropa zurcida. La certeza del
hambre en sus montañas a la incertidumbre de posibles manjares en inviernos
desconocidos. El futuro allí había muerto antes de nacer. Las decisiones eran
cosas de hombres y su padre ya las había tomado. Partir en busca de nuevos
horizontes era lo mejor para todos. Su
madre, con un hijo que se movía en el vientre, consentía sin reproches y en
silencio. Como lo debía hacer una mujer decente. Con el corazón quebrado y la
garganta cerrada esperaba la noche para mojar su almohada sin testigos.
La visión del
puerto de Génova quedó grabada en su corazón, era la última imagen real que la
unía a su pasado. La imagen que la hacía soñar con un retorno posible. Necesitaba aferrarse a la idea de volver. De
allí en adelante todo sería una desolada ausencia.
El viaje se hizo
eterno sobre ese infinito azul que no acepta huellas. Los inmigrantes iban en
lo más profundo del barco, en un gran amasijo de pobreza y ganas de dar hasta
la vida en otro suelo más generoso. Y de tantas ganas de dar la vida, su madre la
dió en el parto. No llegó a ver el nuevo paisaje. Lo suyo fue un peregrinar
lento y amargo dentro de las entrañas de metal, en una caja de madera rumbo a
la nada.
Y quedó sola. Sola
de soledad absoluta. La única mujer en una familia de hombres duros. Como madre
postiza de un crío que extrañaba la carne que lo había cobijado.
Con extrañeza vio como cambiaba el color del
agua y se hacía cada vez más terroso. Miraba con desconfianza a ese nuevo mar
oscuro y sucio que era el Río de apretara su pecho sin abandonarlo más. Un futuro solitario le mostró su cara cruel de luto eterno.
La pena se hizo más
negra.
Envolvió a su hermano con la pañoleta y bajó a
tierra. Mientras todos esperaban dolientes al cajón de la muerta, caminó hasta
la punta de la dársena. Miró hacia abajo. La superficie marrón, quieta y sin
espuma, se le hizo como de chocolate. El color de una infancia que desaparecía
con violencia y se perdía en la memoria. Cuando el corazón titubea, los pies se
equivocan. Dio un paso más, y fue el definitivo.
Los recibieron las
aguas tibias. Los hamacaron con el mismo vaivén constante conque se mece una
cuna. Abrazó al niño y se dejó llevar sin luchar. No prestó atención al llamado y a los gritos
desesperados de su gente. Sólo ansiaba hundirse en lo profundo. Que el mar
comprendiera que debía devolverla al puerto italiano. Ceñidos en la blanca
mantilla, los colores huyeron de sus rostros, hasta ser tan pálidos como el
tejido que los envolvía. Sus ojos azules, en un gesto de asombro, se abrieron
muy grandes y el mensaje de esa última mirada que ya no miraba, pasó a formar
parte de los secretos que esconde el cieno pegajoso de ese río pardo.
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