sábado, 28 de diciembre de 2013

TERCER PREMIO, CUENTO CASTELLANO- LA PENA NEGRA

TERCER PREMIO CUETNO CASTELLANO- LA PENA NEGRA
JUAN CARLOS CIA - CORDOBA

La pena negra

Llenó su valija de cartón sin lágrimas. Miró por última vez a su terruño sin lágrimas. Saludó a los amigos del pueblo sin lágrimas. Apretó contra su pecho a ese chico rubio con los ojos apenas brillantes. Decidió que no debía aguar el sueño de los demás. Apretó los labios y  aguardó con resignación la partida.
No podía tolerar el dolor que le provocaba escapar, aunque fuera de la miseria. Sus doce años eran muy pocos para aceptar el adiós definitivo a todo lo vivido. Dejar el Piamonte, enfrentar el océano, a cambio de poseer la tierra. Ver brotar trigales, tener nueva casa, todo eso no era suficiente. El precio a pagar era muy alto, borrar afectos, silenciar palabras amigas, olvidar a aquel chico rubio que recibió la noticia con los párpados húmedos. Un precio demasiado alto.
Los hermanos, todos varones, comprendían la importancia del pan seguro en la mesa. A ella no le importaba la escasez, los zapatos remendados, la ropa zurcida. La certeza del hambre en sus montañas a la incertidumbre de posibles manjares en inviernos desconocidos. El futuro allí había muerto antes de nacer. Las decisiones eran cosas de hombres y su padre ya las había tomado. Partir en busca de nuevos horizontes era lo mejor para todos.  Su madre, con un hijo que se movía en el vientre, consentía sin reproches y en silencio. Como lo debía hacer una mujer decente. Con el corazón quebrado y la garganta cerrada esperaba la noche para mojar su almohada sin testigos.
La visión del puerto de Génova quedó grabada en su corazón, era la última imagen real que la unía a su pasado. La imagen que la hacía soñar con un retorno posible.  Necesitaba aferrarse a la idea de volver. De allí en adelante todo sería una desolada ausencia.
El viaje se hizo eterno sobre ese infinito azul que no acepta huellas. Los inmigrantes iban en lo más profundo del barco, en un gran amasijo de pobreza y ganas de dar hasta la vida en otro suelo más generoso. Y de tantas ganas de dar la vida, su madre la dió en el parto. No llegó a ver el nuevo paisaje. Lo suyo fue un peregrinar lento y amargo dentro de las entrañas de metal, en una caja de madera rumbo a la nada.
Y quedó sola. Sola de soledad absoluta. La única mujer en una familia de hombres duros. Como madre postiza de un crío que extrañaba la carne que lo había cobijado.
 Con extrañeza vio como cambiaba el color del agua y se hacía cada vez más terroso. Miraba con desconfianza a ese nuevo mar oscuro y sucio que era el Río de la Plata. Había que descender a la patria nueva. Comenzó a caminar el tablón de planchada con lentitud. Tal vez la casualidad actuó para hacer necesario que volviera al buque. Esa casualidad que parece formar parte de la rueda de la fortuna. Había olvidado la manta que tejieron para el retoño nacido de la desgracia. Tuvo la excusa para regresar, aunque sea un instante, a esa inmunda oscuridad donde había perdido lo más querido, el eslabón que la unía a un ayer feliz. El recuerdo de ese momento atroz hizo que la realidad

 apretara su pecho sin abandonarlo más. Un futuro solitario le mostró su cara cruel de luto eterno.
La pena se hizo más negra.
 Envolvió a su hermano con la pañoleta y bajó a tierra. Mientras todos esperaban dolientes al cajón de la muerta, caminó hasta la punta de la dársena. Miró hacia abajo. La superficie marrón, quieta y sin espuma, se le hizo como de chocolate. El color de una infancia que desaparecía con violencia y se perdía en la memoria. Cuando el corazón titubea, los pies se equivocan. Dio un paso más, y fue el definitivo.
Los recibieron las aguas tibias. Los hamacaron con el mismo vaivén constante conque se mece una cuna. Abrazó al niño y se dejó llevar sin luchar.  No prestó atención al llamado y a los gritos desesperados de su gente. Sólo ansiaba hundirse en lo profundo. Que el mar comprendiera que debía devolverla al puerto italiano. Ceñidos en la blanca mantilla, los colores huyeron de sus rostros, hasta ser tan pálidos como el tejido que los envolvía. Sus ojos azules, en un gesto de asombro, se abrieron muy grandes y el mensaje de esa última mirada que ya no miraba, pasó a formar parte de los secretos que esconde el cieno pegajoso de ese río pardo. 

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