viernes, 27 de mayo de 2016

TERCER PREMIO RELATO - CASTELLANO

Soldaditos de plomo  - LILIANA NOEMI BARDESSONO
Hoy es uno de esos días en los que quisiera dar una vuelta por mi infancia, donde los sueños se convertían en realidad.
Teníamos las ideas más descabelladas, nuestra imaginación no tenía límites ni horizontes. El mundo estaba a nuestros pies.
Esos tiempos en los que no necesitabas estudiar más de veinte años para ser médico. Bastaba con ponerme un delantal o una camisa blanca de papá y listo para curar a mis hermanos y a mis primos. Tampoco hacía falta recibirte de maestro: con un pizarrón y tizas les enseñaba letras y palabras.
Para ser piloto de avión sentaba a todos en fila, mi hermana era la azafata, mientras yo, desde un sillón al frente de todos, movía un viejo volante, daba órdenes y hacía toda clase de ruidos con mi boca.
También fui agente secreto: perseguíamos enemigos imaginarios y fumábamos cigarrillos de chocolate. A veces jugábamos a la payana, a las figuritas, a las bolitas, al balero y al yo-yo mostrando nuestras destrezas. Otras veces éramos policías o ladrones.
Cuando no había nada, nos gustaba jugar a las escondidas o a la mancha. Y si estábamos en el campo nos trepábamos a los árboles o cabalgábamos un rato. Lo más intrépido de esos años fue saltar pequeños obstáculos con el caballo o arrear vacas en la estancia de mi tío. Como recuerdo de esas hazañas, me quedaron unas pequeñas marcas en la frente por chocar con un arado que estaba recostado sobre una pared.
Recuerdo que en verano buceábamos en la pileta de lona tratando de salvar a un supuesto ahogado o buscando algún tesoro. Esas tardes eran divertidas.
De todos los juguetes que tuve, solo conservé los soldaditos de plomo, regalo de muchos cumpleaños y herencia de mis antepasados. Mis preferidos. Me gustaba pensar que mi colección era la mejor del mundo, o al menos de mi ciudad. Con mis amigos desplegábamos a los soldados con su artillería sobre montañas, valles y bosques fabricados con cartón. Mis intrépidos, Incansables y gallardos soldaditos luchaban contra países enemigos, en defensa de la justicia y la libertad.
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Las batallas eran memorables; a veces en el fragor de la lucha se nos rompían partes de ellos: un brazo, una pierna, la cabeza o un arma. Sentíamos en carne propia su dolor en la derrota y el orgullo cuando ganaban.
Una vez quise pegar sus partes rotas y casi provoco un incendio. Mamá, que casi nunca lo hacía, me puso en penitencia.
Papá nos contaba historias, pero las que más nos gustaban eran las del abuelo, héroe de guerra.
Cuando enfermé no quise molestar a mis hijos, y aunque se enojaron, les ordené ponerme en un geriátrico. Acá tengo amigos de mi edad con los que puedo conversar sobre nuestra época y reírnos de las travesuras juveniles.
Aunque amaba mi colección la doné al museo. Una vez al mes, mis hijos, me llevan a verla. A veces me acompaña alguno de mis nuevos amigos.
Cuando la rutina agobia y la angustia se clava en el pecho; cuando los sueños se esfuman como nubes, y el único pensamiento utópico que perdura es ser un poco feliz de vez en cuando, lo daría todo por volver a esa época. Entonces me siento en mi sillón y trato de rememorar alguna pícara aventura.

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