El Arte de la Alquimia
Es domingo. La lluvia golpea los cristales de mi ventana con sus primeras gotas de otoño.
Me levanto y asomo mis consternados ojos en dirección a la calle. El cristal está empañado
por una humedad persistente. Paso mi mano derecha, sin prisa, hasta dejar la ventana limpia
y transparente como un espejo. En el cajón de la pequeña mesita de nogal descansa un vaso
de vidrio azul con una solución viscosa, una cajita de madera con la medalla milagrosa y
una foto arrugada de la Virgen de Fátima. Afuera, el viento helado sopla con fuerza las
madreselvas, los geranios y los narcisos. El otoño pinta el paisaje de amarillo y hematites.
La noche no es lo suficientemente oscura para observar la recelosa luminosidad de la luna.
Un sudor frío me sobrecoge y lentas gotas de sudor salino recorren mis impávidas mejillas
hasta caer al suelo. Miro el reloj con asombro. Es la hora: 9.11pm. De alguna manera mi
sombra se refleja en un claroscuro de la pared despintada del cuarto. En la calle el ruido de
las sirenas es intenso, en cierto modo comprensible pero terriblemente perturbador. Un olor
sofocante sube hasta mis narices. Aquel olor acre invade la habitación con una voracidad
indescifrable. ¡Oh espanto! Fijo mis ojos en esa sombra que, con agazapados y lentos
movimientos, se acerca cada vez más y más. Me quedo un tiempo inmóvil, mirándola. Es
una sombra amorfa, incolora, compacta, hecha de tinieblas difusas. Poco a poco, y
deliberadamente acecha, con siniestras y negras garras de espanto, los límites de mi
sorprendida y frágil humanidad. La imagino (siento) opresiva, espeluznante y tenebrosa.
Está casi frente a mí. Siento angustia, y repulsión, y casi no puedo respirar. ¡Hey venga,
ayuda! – grito ¡Ayuda! – repito una vez más. Pero esta vez no puedo gritar. No logro
pronunciar palabra alguna. Siento frio. Es el miedo. Es la ansiedad. Es el encierro. El
tiempo se ha detenido. Y es muy difícil conciliar el sueño. De pronto, un silencio absoluto
invade la habitación, mientras el hedor a vejez se desvanece poco a poco en el techo.
Entonces, extrañamente, aquella sombra se retuerce en un rincón de las paredes, en las
sábanas de la cama, en los pliegues de la cortina, en la mesita de luz, y alcanza un
resplandor intenso que crece cada vez más y más. Después retrocede unos pasos y me da la
espalda. Luego, se escurre, con prisa, entre el alfeizar y la celosía de la ventana y
desaparece, gradualmente, con la neblina que se extiende por entre los jardines. Se pierde
entre las calles oscuras y opacas, como si la ciudad se la tragara con su enorme garganta.
Procuro develar el misterio, pero fracaso (y, con ello, la desventura de la muerte). A pesar
de todos mis esfuerzos me es imposible no llorar. Luego, prefiero pensar en el mitológico
Jano, del cual es imposible huir. En un instante, siento que los años me pesan con una vana
y desgastada tristeza, con ansiedad y angustia. “No es la hora” – alcanzo escuchar.
Nuevamente miro la mesita de nogal. “¿Qué había sido todo esto?” – pienso, casi llorando
– “¿Qué extraño?” La voz, desde la oscuridad, sigue hablando: “El trato ya está hecho”.
Dudo por un instante estar realmente despierto, pero pronto me convenzo de que, en efecto,
lo estaba. Desde el jardín sube alto el trino de un ruiseñor posado en una higuera, venosa y
frágil. La habitación, ahora, parece más silenciosa y cálida que de costumbre. Nunca la
había sentido así. Me quedo mirando los cristales hasta cerrar los párpados hinchados,
cansados y atrapados en una vaga somnolencia. La sombra que vi en la calle, ha
desaparecido, se ha convertido en un recuerdo. Sonrío y lloro al borde de la cama. Miro la
pequeña mesita de nogal nuevamente, de espaldas a la ventana. Observo el viejo espejo de
cristales rotos. La pequeña estatua de la virgen de Lourdes. Tengo un elevado designio que
me sosiega. Abro el cajón, levanto el pequeño frasco azul y no logro leer la etiqueta
(subrayada con una línea azul y recta). Respiro hondo y abro más los ojos, con esfuerzo y
emoción: ”alcaesto …”. Pienso en el aquae vitae. En la vocación de un alquimista que se
consagra a la ardua tarea de la longevidad. Yo había iniciado en ese tiempo el estudio de la
Gran Obra en la tradición hermética. De súbito una parvada de cuervos cruza el cielo
aterciopelado y se aleja, mientras descubro en aquel pálido reflejo de cristales rotos, mis
propios ojos que miran mi rostro envejecido; hasta que juntos nos tomamos el último sorbo.
En la mesita descansa un manuscrito antiguo: “El arte de la Alquimia”. Los árboles poco a
poco iban perdiendo sus hojas alentados por el viento del sur. Sin consultar el cielo,
imagino cuidadosamente despuntar la aurora en el horizonte, y un viento helado me golpea
la cara. Entonces se empiezan a formar unos zarcillos de neblina entre mis dedos mientras
alargaba la mano hacia la puerta. Y yo salí con el sol.
FIN
Perú, Lima, abril 2020
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