El exitoso ensayista, poeta y novelista, Rubén Cortés, padeció toda su vida bloqueo de
escritor. El extraño fenómeno psicológico que le impedía escribir, crear, inspirarse o
siquiera parecer ocurrente, lo acompañó desde la cuna hasta la tumba, de manera
ininterrumpida. Esta infrecuente manifestación, que podría tratarse como el equivalente de
una constipación de talento, tal vez sea lo más destacado de su currículum vitae. Desde sus
amaneceres, la elección de su primera palabra, “mamá”, no parece otra cosa que la
consecuencia de ello, demostrando que lo suyo no sería romper moldes, ni la ejecución de
invenciones desmedidas.
Su éxito se edificó, más bien, sobre una puntillosa conducta enumerativa, a través de una
narración realista en primera persona y tiempo presente, que sus más álgidos detractores
destacaron como lo más cercano a la “transcripción de un diario íntimo”.
Sus obras principales, de las cuales no se enorgulleció jamás, las creó a través de sistemas
mnemotécnicos y combinaciones de fórmulas tediosas y acartonadas.
Le era imposible distinguir una buena idea propia de una frase recordada en la lectura de
algún libro de cabecera. Portador de un gran sentido de la oportunidad, siempre tuvo la
capacidad innata para que se le adjudicasen párrafos que nunca inventó, incluyendo
ovaciones que no mereció.
Una de sus más grandes y recordadas obras, “Lista del Supermercado”, provino de su musa
inspiradora: una alacena vacía. El libro mostraba una refinada prosa que no sobresalía tanto
por el contenido de sus frases sino por la textura de su letra. Su gran virtud, entonces, fue
utilizar en lugar del frío “yogures”, la frase “lácteos saborizados”, y remplazar “Limpia
vidrios” por “Líquido clarificador de superficies transparentes”, para dar algunos ejemplos.
Hombre de pocas palabras y de párrafos indigentes, Rubén Cortés nació en una familia
humilde del norte de Dominica y desde niño obtuvo los primeros indicios de su condición:
sus maestras lo puntuaban con frases del tipo “¡Muy prolijo y eficiente! Ejercita más tu
creatividad” o “Te felicito por tu esfuerzo y dedicación…se nota que te cuesta”, incluyendo
la cruel “Felicitaciones… ¡solo te falta usar las neuronitas!”. Sus primeros flirteos
románticos fueron detonantes de sus primeros versos poéticos, que contaban como
característica principal con la falta total de metáforas, y el toque crudo de la realidad:
“Qué buena estás Marta, Con tu vestido azul, Y tu cadera vistosa…Hoy no voy al club”
Luego de la nombrada, “Lista de supermercado”, llegaron dos obras de transición como
fueron “Ocurrencias fallidas” y “Poco que decir”. Esta última fue elogiada y destrozada por
la crítica en partes iguales. A favor decían: “Una obra sin fisuras, sin errores, sin titubeos,
aunque por momentos, sin mucho por decir”. Mientras sus enemigos la castigaron así:
“Cortés nos ofrece un cóctel sin argumentos, sin talento y sin alguna idea potable…eso sí,
hay que decirlo, prácticamente sin errores, ni fisuras”.
Rubén logró un hecho único en la historia de la literatura mundial. Que su círculo de
fanáticos acérrimos se compusiera exactamente de los mismos miembros que su grupo de
detractores. Los que lo elogiaban y enaltecían eran los encargados de desacreditarlo, e
incluso agredirlo física y moralmente, a la salida de sus conferencias promocionales.
Ganador de tres premios a la narrativa internacional (dos de los cuales, recibidos por error,
al compartir apellido con un exitoso dramaturgo) y dueño de galardones varios (algunos de
dudosa procedencia), ocultó recelosamente sus vitrinas a cada visitante que osara
frecuentarlo.
3
En conferencias, rodeado de eruditos e ilustres, prefería destacarse por su carácter
meditabundo y observador y no tanto por su dialéctica y comentarios atildados. Elegía, en
todo caso, guardar las frases ocurrentes para utilizarlas en alguno de sus textos editables.
Ya en edad avanzada publicó, lo que a la postre sería, su último aporte a la literatura: “Sin
palabras…ayer, hoy y siempre”, donde se pudo ver lo más autocrítico del autor. En dicho
texto, Rubén se declara un fraude de las letras, afirmando que desconoce las causas de su
éxito y notoriedad, admitiendo ciertos plagios y reconociendo su falta total de talento.
En el último capítulo, desgarrador, suplica enfáticamente que se abstengan de comprar sus
obras y sobre todo de disfrutarlas.
Esta nueva faceta de Cortés no sólo no alejó a los lectores, sino que generó auténtica
empatía por su simpleza y sencillez, y catapultó su última obra a lo más alto de los rankings
de ventas. Dada esta situación, muchos de sus colegas, tal vez por envidia, se dedicaron a
difamarlo aduciendo que no había sinceridad en sus palabras sino más bien una gran
campaña ‘marketinera’. Luego de “Sin palabras…ayer, hoy y siempre” el autor se mostró
aún más callado que nunca y sólo se volvió a saber de él a través de obituarios y pésames.
Es de destacar que sus últimas y trágicas horas se correspondieron con su excelsa y
discutida carrera. Su última frase fue, y miren lo traicionero del destino, “¡Tengo una
idea!”. Su carencia de sensibilidad, percepción y su bloqueado sentido de la creación lo
llevaron a su última emboscada. Lo que tuvo en realidad no fue una idea…fue una
embolia…nunca lo supo.
Rubén Cortés dejó un mensaje para la posteridad y tal vez su mayor legado: “No hay mayor
talento en una persona, que saber reconocer la ausencia del mismo.”
No supo si le pertenecía o si le era ajena… Y no llegó a plasmarla en papel alguno…
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