sábado, 31 de julio de 2021

Seleccionado de Honor Relato-cuento - Tomas Pelaia Clavado

 Título de la obra: “Clavado”

Marcos se apoyó en las rodillas y de a poco recuperó el aliento. Subió corriendo

los últimos seis tramos de escalera. Como si alguien hubiera para frenarlo.

La terraza o bien no estaba hecha del todo, o bien estaba decorada fiel al estilo

clásico de la barriada. Sin barandas. Con el culo de una botella de plástico sobre los

fierros, para evitar que la lluvia los oxidara. Algunos caños tirados. El quinteto de

baldes con el que los albañiles se hacían un living para descansar al mediodía. La cal

descuidada, endurecida con la lluvia.

Revoleó los ojos buscando una excusa. Algo para convencerse o disuadirse.

Cimas e hipogeos, de golpe.

Pero la mirada siempre le volvió a la ventana.

Del otro lado de la calle se levantaba un edificio con un solo ventanal abierto. La

abertura arrojaba para afuera la negrura impenetrable de las luces apagadas. La

oscuridad era tan maciza que a Marcos no se le ocurrió por un instante que detrás de la

ventana pudiera haber algo vivo.

Felipe se sostenía de los barrales de la cuna como se sostienen los presos en los

dibujitos. Estaba fascinado. Del otro lado de la foto, un chico se preparaba para echarse

al agua. Iba y volvía, y daba vueltas como si temiera dar el salto.

Marcos se asomó a la cornisa, sacudió un pie de cordones desatados en el vacío y

dejó caer una zapatilla para que alguien lo descubriera. De lejos se veía como quien

prueba el agua con los dedos antes del piletazo. Felipe se rió con todo lo que tenía. Se

sintió identificado. Él también odiaba el agua fría. Y se rió más. Tendría que estar

durmiendo la siesta, y aunque poca noción tenía sobre todo lo demás, sabía, en su

mundo difuso, que no le estaba haciendo caso a mamá.

Marcos escuchó la risa. La ventana negra se le burlaba. Lo llamaba. Felipe le

cruzó la vista, pero la mirada de Marcos llegó sólo hasta el negro. Nunca le tocó los

ojos.

Se fueron acumulando los minutos, y Felipe se puso impaciente. Se le hicieron

pesados los brazos y se le ablandaron las novatas rodillas. El vigor era el capricho de un

cuerpo que aún no se acostumbraba a vivir.

Marcos hacía, mientras, el proceso inverso. Contaba los minutos que le quedaban

de impaciencia. Repasaba cada una de las baldosas de la terraza como un rey que hace

malabares para escapar del jaque. Estaba convencido de que la ventana ya no se reía, y

que, de alguna forma, eso era peor. Se supo plenamente solo, y no había para

acompañarlo ya siquiera la presencia mística de la oscuridad que le balbuceaba en algún

idioma inentendible.

Marcos se endureció, le echó una mirada a la pileta vacía y se hizo gravedad.

Del otro lado de la cortina negra nadie hubo para festejarle el clavado. Felipe se

había dormido.

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