DEL MÉRITO DE UN PERSISTENTE
Bautista vivía ofuscado. Sus días estaban colmados de tristeza y melancolía. Ya hacía tiempo que transitaba su tiempo con este estado de ánimo. Y es que pensaba constantemente en cómo hacer algo de su vida. Horas y horas caminaba por las calles de la ciudad, inmerso en sus maquinaciones existenciales. Buscando la forma, la manera, de convertirse verdaderamente en alguien.
La monotonía representaba su vida, como un traje que le quedaba a medida. Un joven, transitando los veinte años, con grandiosas aspiraciones. ¿Quién podría haber alegado que Bautista no intentaba triunfar? Se desvivía en incontables intentos que siempre resultaban fallidos. Este joven, sin dudas motivado por su juventud, naturalmente idealista, trataba de hacerse lugar en el mundo de los adultos. Lo cierto es que como él, uno podría ponerse a contar cuántos más habría en la misma situación. Él creía que era el que más insistía. El que más trabajaba. El que más estudiaba, y esto no es menor (pues el futuro es para los que se suben a la ola de la líquida modernidad, cambiante a todo momento). Pero últimamente, que bien podría resumirse en toda su vida, la suerte le escapaba.
El mundo de los adultos es siempre dificultoso. Para ellos, ciertamente, y más aún para un novato en sus inicios. El manifiesto destrato de sus superiores, el egoísmo entendible de los compañeros de trabajo, que quieren crecer tanto como uno y poco les importa a qué costo. Sin olvidar la pecaminosa coyuntura que acomete al país estos tiempos. O tal vez podría decirse que es así desde siempre. Es sólo que como las generaciones se renuevan, los que están no conocen el pasado, olvidado sin cuidado ni preocupación. Acaso las reglas de juego hayan sido siempre las mismas. Pero es que eso tiene este país, esta ciudad. Si no ha cambiado en décadas, será que nos gusta en cierta forma. La ciudad del ruido y la furia. Pensaba esto, quizá, por haber recién terminado « El hombre que está sólo y espera » de Raúl Scalabrini Ortiz, que le había parecido genial.
Era la temprana mañana del viernes. Un día cualquiera, tan igual al resto. Bautista se vistió, con el mismo traje azul de siempre, la misma corbata a rayas (era la única que tenía), se puso los mocasines y salió de su casa. Las calles ya estaban atestadas. Los mismos ruidos de siempre. El mismo aroma a cigarrillo y a naftalina. La misma sensación a mediocridad. Sin mencionar que iba tarde. No le alcanzaba para el colectivo, y gastar en un taxi significaba no tener lo suficiente para cenar esa noche.
Llegó tarde a su trabajo. Como era previsible, su jefe lo reprimió. No le afectó en lo más mínimo, porque ya sabía lo que le esperaba. — Se me agrandará el moretón del brazo. Qué tino el del jefe, ¡siempre en el mismo lugar! — dijo soportando algunas burlas de sus compañeros. Para colmo, cuando dio la vuelta a la oficina y por fin llegó a su cubículo, su escritorio se encontraba con infinitas pilas de hojas encima, que dedujo era otro castigo por la demora de esa mañana. Aflojó los hombros, su espalda se encorvó y suspiró. Fue la respuesta automática de su cuerpo, frente al incordio de la monumental burocracia que le esperaba por el resto del día.
Leyó y leyó los interminables reportes administrativos, los inentendibles informes gubernamentales, las carpetas enteras de estadísticas y gráficos que sólo quien los realizó podría haber entendido, ¡y cuánto más! De más está decir que por mayor esfuerzo y voluntad que le pusiera a su laburo, no tenía idea alguna de qué importaban todos esos textos. Ni siquiera los entendía. Sus instrucciones, que no importan verdaderamente cuáles eran, no había duda alguna que él las cumplía. Y todos los días, todas las tardes, salía de esa oficina con la idea deprimente de pensar que no sabía para qué diablos hacía lo que hacía, ni para qué servía lo que hacía. Porque a él le era totalmente indistinto saber que el mes anterior hubo cuatrocientas setenta y tres manifestaciones en todo el país, que se había planteado un recurso a la justicia federal por un fallo de otra justicia del país en materia de educación por algún amparo colectivo de padres indignados (quizá con razón), que esa semana hubo docenas de incorporaciones en materia de asesores por la mayor parte de diputados y senadores nacionales, y que se paralizaba la construcción de las obras ferroviarias en el norte del país, entre otras tantas cosas.
Como si esto fuese poco, la muchacha de la oficina lo desconocía. ¿Y quién no lo haría? Si Bautista era tan solo un pibe, un cadete, un perejil poco importante, casi insustancial, tan común y frecuente que no causaba gran impresión, o más bien ninguna. Se resignaba, bajaba la cabeza y continuaba su oficio. Acaso esperaba que días mejores llegaran.
Cuando por fin dieron las seis de la tarde, se vació la oficina. Salvo él, todos se hubieron ido. Él no. Tenía todavía trabajo por hacer. Horas más tarde, sólo la luz de su velador estaba encendida entre los cubículos del piso. Quiso partir, dejando todo para el siguiente lunes, pero se recordó el deber de continuar. Esto se debía a ese imperativo moral, categórico, que le leyó a Kant alguna vez, ese « yo debo ». Y continuó.
Casi a medianoche, un hombre bien vestido entró en el piso. Bautista creyó. Creyó que era su recompensa. Tanto tiempo de trabajos de más, horas extra, fines de semana dedicados exclusivamente a demostrar su voluntad y su convicción de crecer. ¡Por fin los jefes lo habían distinguido! Pero, el hombre siguió caminando, hasta entrar en su oficina, la cual no era tan visible y estaba un poco discreta, pues tenía un puesto superior a Bautista, y se sentó, y al igual que Bautista, el hombre se puso a trabajar en sus pilas de hojas. Bautista se reconoció en aquel sujeto. Bautista tomó sus pertenencias y se fue.
Volvió caminando, tal cual la mañana aquella. De camino compró lo que pudo encontrar, en un triste local de barrio, aún abierto a esas horas. Esa noche en su casa, como todas las demás, cenó. Sólo. Un poco triste, ya que sintió la desilusión de la escena en la oficina. « Quizá el problema fue mío, en ilusionarme … » pensó. Esa noche, inmerso en su desasosiego, Bautista se miró en el espejo. Al igual que noches pasadas, vio reflejado en su rostro su frustración. Se vio y pensó, un día más de su vida perdido en el intento de lograr algo. De dejar de ser ignorado. Dejar de ser un desoído. ¡Si Bautista tenía todos los sueños del mundo! Pero el mismo mundo le daba la espalda. Se cuestionó si debía abandonar todo. Pensó en quitarse la vida, y no era esta la primera vez que lo contemplaba. No lo hizo.
Ya de mañana, nuevamente, Bautista despertó infundido de esperanzas. Se puso su traje azul, la misma corbata a rayas, se calzó los gastados mocasines y salió. Caminó hasta la oficina. Sabía. Era consciente de la monotonía de su vida. O de la ausencia de ella, ya que sólo la dedicaba a trabajar. Esta vez no llegó tarde. Y si bien era sábado, día que no se trabajaba en la oficina, él fue igual. Porque él era así, un obstinado. Y trabajó todo el día, hasta bien entrada la noche.
No hubo nadie más que él entre los cubículos del piso. Las oficinas estuvieron vacías. Sólo un velador prendido entre todos. Bautista sabía que los demás lo veían con pena. Pero él no veía su vida como una triste rutina, tal cual el resto. Él conocía perfectamente cuál era el camino para el éxito. Sólo necesitaba de un obstinado como él. Otro como él, que le diera su oportunidad. Fue entonces que vio entrar a un hombre por el pasillo. Quizá sea el que espera. Quizá no. De todas maneras, no dejaría de seguir insistiendo y trabajando para hacer su propio destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario